17 de enero de 2012

A SARKO NO LE ALCANZA CON SER UN BUEN LIBERAL

Para Sarkozy, mantener vigente la triple A era una cuestión de principios fundamental y, ante la opinión pública, una prueba de que el camino que había elegido era el correcto. La agencia calificadora le retiró a Francia la prestigiosa nota.


Eduardo Febbro. Página12
Ser un buen alumno del sistema no garantiza la condescendencia de los inspectores de las recetas liberales. El presidente francés acaba de experimentar la amarga experiencia con la decisión de la agencia de calificación Standard & Poor’s de retirarle a Francia la prestigiosa nota de la triple A. Cuando faltan cien días para la primera vuelta de las elecciones presidenciales, donde Nicolas Sarkozy aspira a ser reelecto pese a un aluvión de sondeos poco favorables, el jefe del Estado recibe una severa sanción. El Ejecutivo se había preparado para ello desde octubre-noviembre del año pasado, cuando un ramo insistente de rumores y especulaciones adelantaban la decisión de la agencia de calificación. Pese a que se intentó restar trascendencia al hecho, perder la prestigiosa nota financiera de la triple A representa un golpe duro para un dirigente que aplicó al pie de la letra la receta liberal con los consiguientes beneficios que ello acarrea para los sectores privilegiados. Más ampliamente, el terremoto se hace extensivo a toda la Unión Europea, en particular a los 17 países de la Zona Euro, al tiempo que sanciona la política llevada a cabo por la canciller alemana Angela Merkel y el mismo Sarkozy para liderar el rescate de la Zona Euro. La degradación de Francia echa por tierra toda la imagen y la política de “héroes unidos” que Sarkozy y Merkel construyeron en torno de ellos, con el fin de aparecer como los timones de una Europa sin capitán y sin rumbo.

Uno de los capitanes perdió sus estrellas y, con él, son ya nueve los países de la Zona Euro que vieron su nota degradada por el gran gendarme calificador. Para Sarkozy, mantener vigente la triple A era una cuestión de principios fundamental y, ante la opinión pública, una prueba de que el camino que había elegido era el correcto. La apreciación que hacen los franceses del balance del mandato de Sarkozy no iba en ese sentido, pero el argumento de la triple A tenía un lugar destacado en la estrategia de comunicación del palacio presidencial. Casi cinco años después de haber sido elegido el balance que los franceses hacen de su mandato es muy adverso. Según la encuesta realizada por OpinionWay-Fiducial para el semanario Le Nouvel Observateur, siete de cada diez franceses (70 por ciento) piensan que su mandato fue negativo. 73 por ciento asegura que el presidente no fue fiel a sus promesas (sólo 19 por ciento cree que la crisis le impidió hacerlo) y 49 por ciento siente que bajo su mandato la democracia francesa se debilitó. La nota de aprobación más alta, 66 por ciento, la obtiene con respecto a su política de inmigración. Sarkozy protagonizó una presidencia tan agitada como contradictoria. Podía hablar como un socialdemócrata pero actuar como un liberal. En ese sentido, lo primero que hizo fue adoptar una política fiscal que lo hizo pasar de inmediato como el presidente de los ricos. Apenas electo, Sarkozy puso en práctica el “escudo fiscal” con el cual limitó el volumen de los impuestos que pagaban los ricos. En 2010 y al cabo de una batalla social que duró muchísimos meses y movilizó a millones y millones de personas, Sarkozy modificó el sistema de jubilaciones suprimiendo la jubilación a los 60 años, otra medida emblemática del socialismo francés vigente desde el mandado del difunto presidente socialista François Mitterrand (1981-1995). Luego, su Ejecutivo libró una batalla pragmática e ideológica contra las 35 horas de trabajo semanales, un principio adoptado por el último gobierno socialista (Lionel Jospin, 1997-2002) con la meta de luchar contra el desempleo. El credo ultraliberal instaurado por Sarkozy decía: “trabajar más para ganar más”. La gente trabajó más y ganó menos.

Paralelamente, al fin de su mandato y con un desempleo que sobrepasa los cuatro millones de desocupados (9,2 por ciento de la población activa), los liberales constatan su fracaso en la lucha contra el desempleo y se ven obligados a recuperar el principio socialista instaurado entre el ‘97 y 2002: “trabajar menos para que trabajen todos”. La acción de Sarkozy es juzgada tanto más negativa cuanto que su propio comportamiento de hombre veloz empañó su imagen y sus reformas. Para bien o para mal, Sarkozy movió muchas líneas en un país casi petrificado. El instituto Thomas More contabilizó 1300 medidas, de las cuales 490 corresponden a sus promesas electorales. Sarkozy fue electo como el hombre de las reformas. Sin embargo, casi al filo de las urnas, su balance es contrastado: las reformas fundamentales prometidas por Sarkozy no se llevaron del todo a cabo. A toda carrera, ahorcado por la crisis, limitado por sus propias contradicciones y por las disputas dentro de su propia mayoría, Sarkozy cambió radicalmente el sentido de su mandato: fue elegido para reformar, modernizar y hacer progresar el país. El balance oficial de cuatro años en el poder publicado el mayo pasado por la presidencia francesa habla de “proteger a los franceses”. El cambio es profundo.

No hay relato positivo de la presidencia de Sarkozy. La pérdida de la triple A viene a enturbiar un poco más la imagen de un dirigente al que sus propios aliados ideológicos le pusieron una mala nota. El presidente francés contó hasta último momento con la posibilidad de que Standard & Poor’s mantuviera a Francia en el pedestal. En noviembre pasado, un consejero presidencial dijo al vespertino Le Monde: “Si Nicolas Sarkozy pierde la triple A está muerto”. La sanción de la agencia de calificación norteamericana es triple: cae sobre Sarkozy, sobre Europa y sobre el futuro. El candidato socialista a la presidencia, François Hollande, estimó que con la nota de S&P “se está degradando una política”. El juicio vale también para sí mismo en caso de que salga electo. El ultra liberalismo de Nueva York no perdona ni concede. Hasta los que hacen bien los deberes se ven castigados.

BAN-KI-MOON ANTE SIRIA: PARCIALIDAD INACEPTABLE

La Jornada


En momentos en que se agrava la crisis política en Siria, ayer el secretario general de la Organización de Naciones Unidas, el sudcoreano Ban Ki-moon, se dirigió desde Beirut al presidente de Siria, Bashar Assad, para exigirle que ponga fin a la violencia y deje de matar a sus compatriotas; la represión no conduce a ninguna parte. Tales palabras, lejos de contribuir a una solución de la circunstancia violenta en ese país árabe, la agravan, pues constituyen una abierta toma de partido del lado de las presiones occidentales para propiciar un cambio de régimen en Damasco y socavan la autoridad moral del principal organismo multilateral del planeta.

Independientemente de la génesis y el desarrollo de las confrontaciones entre el gobierno del partido Baaz y la oposición siria, es claro que ésta ha dado lugar a una intromisión cada vez más abierta y descarada en los asuntos internos de Siria, y que Washington y Bruselas están a la espera de un pretexto, así sea endeble e inverosímil, para emprender allí una incursión militar semejante a la que organizaron en Libia, a fin de imponer autoridades dóciles.

Se trata de un juego peligroso y de perspectivas necesariamente inciertas, como ya deberían haber aprendido los gobiernos occidentales de las experiencias iraquí, egipcia y libia, por cuanto la destrucción de los regímenes autoritarios, pero seculares, en esos países, ha dado impulso a grupos fundamentalistas que a la larga resultarán ser mucho más antioccidentales que las autoridades depuestas.

Por otra parte, la hipocresía y la doble moral del intervencionismo en curso contra Siria resultan patentes. “Debemos borrar (…) la idea peligrosa de que la seguridad es de alguna manera más importante que los derechos humanos” es una frase que el secretario general de la ONU habría debido dirigir antes a Washington que a Damasco.

Resulta hasta irónico que el emir de Qatar, representante de una de las satrapías petroleras del golfo Pérsico, promueva ahora la idea de enviar tropas a Siria; si hubiera coherencia en su propuesta tendría que enviarlas también al vecino Bahrein, donde las revueltas populares y la represión de ellas por la monarquía local ha generado una manifiesta ingobernabilidad. La diferencia principal entre Bahrein y Siria es que el primero es base de la Quinta Flota estadounidense y que Occidente, en vez de alentar y azuzar las protestas –como ha hecho en Damasco–, ha respaldado al régimen del rey Hamad.

Desde luego, la creciente violencia que enfrenta al régimen de Assad y diversas organizaciones opositoras es preocupante e indeseable; la situación parece desembocar en una guerra civil incontrolable. Pero una parte significativa de la responsabilidad por esa perspectiva recae en la abierta injerencia de Estados Unidos y Europa occidental, obsesionados por construir en Medio Oriente un escenario en el que el Estado israelí pueda actuar sin ningún contrapeso. Por si no fuera suficiente con la inestabilidad siria, tal injerencia agrega un factor de desestabilización regional al cual contribuye ahora, de manera lamentable, el secretario general de la ONU.