1 de noviembre de 2010

ES HORA DE VOLVER A LLAMAR A LA LUCHA DE CLASES POR SU NOMBRE

David Rosen/ Revista “Sin Permiso”

Las grandes palabras no pronunciadas del discurso político norteamericano son "lucha de clases". La premisa moral y política del moderno "Siglo Norteamericano" surgido de la II Guerra Mundial es que los EEUU habrían superado las divisiones de clase y la lucha de clases. Todos, o casi todos, salvo los muy pobres y los muy, muy ricos, fueron absorbidos por una vastísima e indiferenciada clase media.
La ficción, según la cual Norteamérica es una nación sin clases, una leyenda mentirosa desde su nacimiento hace medio siglo, resulta cada vez más insostenible, a medida que se intensifica día tras día la lucha de clases. Ha llegado la hora de aceptar el sencillo pero profundo hecho de que Norteamérica se halla en medio de una guerra de clases: y los archiricos, la sección norteamericana de la oligarquía global, la están ganando.
En Francia y en Gran Bretaña, la lucha de clases se libra explícitamente. En Francia se expresa en forma de resistencia masiva y a menudo violenta, con sangre en las calles. En el Reino Unido se impone en forma de exigencia de austeridad por parte de la clase dominante a través despidos en masa en el sector publico, recortes ciclópeos en los servicios públicos y escasa resistencia abierta. En Alemania y en los EEUU, los lubricantes mediadores constituidos por las sutilezas leguleyas y los partidos políticos siguen conteniendo y amortiguando el conflicto directo de clases.
La extrema derecha es en todo el Occidente la única tendencia política explícitamente comprometida con la guerra de clases. Sin embargo, en la extrema derecha no se ve a la política como un mero fin en si mismo (la conquista del poder del estado), sino como medio para un fin de mayor alcance: la utilización del poder del Estado para imponer al cuerpo político disciplina legislativa, económica y moral.
El Tea Party es un movimiento popular comprometido la guerra de clases, normalmente no violenta. Es la voz de los cristianos vulnerables de las clases baja y medias. Su mundo está en crisis, y asisten a su colapso. Sus otrora envidiables privilegios sociales dimanantes de su raza ya no les protegen de los vicisitudes del capitalismo granempresarial. Como reacción a eso, se reatrincheran en la segura fortaleza del odio y se alinean con el absolutismo ideológico y moral promovido por algunas facciones de los archiricos, precisamente los mayores responsables de sus miserias.
La lucha de clases ha sido un rasgo inveterado de la cultura política norteamericana. Batallas de clase marcaron el primer período de formación de la nación, incluidas las insurrecciones de los aparceros de Nueva York en 1766, la Rebelión de Shay en 1786 y la Rebelión del Whisky en la década de 1790. Batallas de clase atravesaron el siglo XIX, incluyendo el Movimiento de los Hombres Trabajadores de la década de 1830 y la Revuelta de Nat Turner en 1831, así como las luchas populistas posteriores a la Guerra Civil en Haymarkey y en Homestead en el último trecho del XIX y el Ejército Coxey de trabajadores desempleados en 1894. Las batallas de clase cruzaron también el primer tercio del siglo XX, culminando en la Marcha de Veteranos de la I Guerra Mundial, la resistencia de los campesinos y granjeros a a las ejecuciones hipotecarias y las huelgas de los sindicalistas de la CIO en la década de los 30.
Las clases y la guerra de clases se hicieron desaparecer oficialmente durante la II Guerra Mundial, y efectivamente desaparecieron con la integración del sindicalismo y la legislación Taft-Hartley después de la guerra. El programa nacional de prosperidad y el anticomunismo de impronta maccarthysta, combinados con la campaña exterior de intervención militar de la Guerra Fría y la renovación económica del Plan Marshall, sentaron las bases de una revitalización del orden capitalista.
Este sistema de valores del nuevo orden mundial, que absorbía la lucha de clases, fue articulado por un grupo de intelectuales liberales "post-marxistas" entre los que se hallaban Daniel Bell, Sidney Hook, James Burnham e Irving Kristol. Respaldados por el Congreso para la Libertad Cultural de la CIA, fueron ellos que forjaron la ideología del "Siglo Norteamericano". Como escribió Bell: "La abundancia… fue el substituto norteamericano del socialismo".
Y desde luego, Norteamérica logró la abundancia en las primeras décadas de posguerra. Con la crisis del petróleo y la recesión de los 70, el Siglo Norteamericano comenzó a declinar. A mediados de los 80, la abundancia era ya cosa del pasado. Como David Bloom, un economista de Harvard, advirtió en 1986: "Se ha producido un encogimiento de la clase media. (…) A medida que la sociedad se polariza más, hay más 'poseedores" y más 'desposeídos', y menos gente en medio." [Time, 3 noviembre 1986.]
Desde la Revolución de Reagan, la abundancia de la clase media ha sido crecientemente substituida por deuda. Con Reagan desaparecieron los guantes de seda que durante tanto tiempo amortiguaron la guerra de clases. La promesa del Siglo Norteamericano languidece, y los ricos son cada vez más ricos y las clases medias trabajadoras están cada vez más esquilmadas.
En un poema escrito en 1894, el autor inglés Lord Alfred Douglas se refirió a la homosexualidad como al "amor que no osa decir su nombre". En 1895, Oscar Wilde fue juzgado y condenado por sodomía; durante el proceso, se le requirió para que se definiera en relación con el poema de Douglas, lo que contribuyó a popularizar la expresión. Un siglo después, en la homosexualidad en Occidente es ya, en general, un amor que no teme decir su nombre.
Hace un siglo, la guerra de clases se reconocía comúnmente como un rasgo distintivo de la modernización norteamericana. Grandes conglomerados industriales, encabezados por Standard Oil, dominaban el sistema económico y político norteamericano; y a los magnates que los dirigían se los conocían con el jocosamente despectivo sobrenombre de "barones ladrones". Dada esa situación de opresión, la guerra de clases era un concepto político aceptado de consuno por el periodismo de denuncia, el radicalismo, el sindicalismo y el pueblo trabajador común y corriente. Todo el mundo sabía que la única forma de luchar contra los conglomerados monopólicos y los barones ladrones era a través de la guerra de clases.
Hoy, la lucha de clases no osa ya decir su nombre. El capital financiero ha venido a sustituir al capital industrial como factor determinante de la economía global. Y uno de los progenitores de la Standard Oil, Citibank, influye de manera determinante en las decisiones federal de política económica. Desgraciadamente, los actuales archiricos, ya sean miembros de clubs exclusivos de ricachones, financiadores del Partido Republicano, mecenas de think tanks de extrema derecha o subsidiadotes del movimiento "populista" del Tea Party, raramente son despreciados y ridiculizados como barones ladrones.
Los actuales barones ladrones conocen la importancia de los medios de comunicación, y han sobornado a los formadores de la opinión popular. Bien trajeados ejecutivos empresariales y financieros, no moralmente mejores que arteros robacarteras, han sido convertidos en celebridades. Son lisonjeados hasta la náusea en reality shows televisivos, alabados a diario en programas y noticiarios económicos y sensacionalistamente ensalzados día sí y otro también en la prensa rosa. Los grandes medios de comunicación norteamericanos, obvio es decirlo, no quieren morder la mano que les da de comer.
El de clase, y particularmente el de clase media, es un concepto que se ha hecho vagaroso en el discurso político norteamericano. Se refiere a todos y a ninguno. La Oficina del Censo norteamericana no define, ni usa, la noción de "clase media", pero ha fijado el ingreso mediano de una familia de cuatro en 2008-2009 en 70.000 dólares anuales. Una investigación del instituto Pew en 2008 mostró que la mitad de los norteamericanos se definen a sí mismos como de clase media.
El grueso de los norteamericanos reconocen la realidad de la lucha de clases, por un lado, en las incesantes informaciones referidas a los elevados niveles de desempleo, al número cada vez mayor de ejecuciones hipotecarias y a la creciente morosidad, y, por el otro, en los disparados mercados de valores y los indecibles bonos pagados a los ejecutivos financieros. Eso pone ante la rotunda evidencia de las diferencias de clase, pero resulta un tanto confundente respecto del conflicto, más profundo, dimanante de la acrecida polarización de la riqueza en Norteamérica.
De acuerdo con Edward Wolff, un economista de la Universidad de Nueva York, la riqueza cada vez está más concentrada. En los 15 años que median entre 1983 y 1007, la participación en la riqueza nacional del 1% más rico creció de un 33,8% a un 34,6%; y el 20% más rico de los hogares norteamericanos en 2007 controlaba el 85% de la riqueza nacional, mientras que en 1983 sólo controlaba el 81,3%. El destino de la vasta "clase media" norteamericana, el restante 80%, no ha hecho sino empeorar: en 2007 controlaba un 15%, contra un 18,7% en 1983.
Es hora de que Norteamérica vuelva a llamar a la lucha de clases por su nombre. Por dos razones. Primero, para poder combatir el expolio que está arruinando las vidas de millones de norteamericanos enfrentados a la catástrofe financiera. Y segundo, para poner fin a la campaña de los archiricos (mancomunada con las políticas públicas de desfravación fiscal, subsidios y otros regalos) y de los medios de comunicación para mantener viva la ficción de que los EEUU son una sociedad sin clases y libre de guerra de clases.
David Rosen es un analista político norteamericano. Su libro más reciente: Sex Scandals America: Politics & the Ritual of Public Shaming (Key, 2009).
Traducción para www.sinpermiso.info: Ventureta Vinyavella

30 de octubre de 2010

IN MEMORIAN, MARCELINO CAMACHO









Por Marat
Cada hombre lleva en su mochila sus luces y sus sombras. Marcelino no era un hombre perfecto. Su ser de obrero consciente vivió la dura escisión entre el insobornable antifascista y trabajador concienciado de la necesidad de cambiar el mundo y el drama de una "transición" pactada y amnésica, en el que los pactos de la izquierda y su partido le exigieron desactivar lo más explosivo de las luchas de los trabajadores en aquél momento, a cambio del plato de lentejas para el Partido Comunista de España. Pero, siendo diputado por el PCE, devolvió su acta de diputado cuando comprendió que los sacrificios exigidos a los trabajadores ya no eran de recibo. Cierto, el mal estaba hecho. Pero el viejo león antifascista y obrero en sus últimos años, como cuenta Pepe Gutiérrez en su artículo "Las cenizas de Marcelino" (no sean vagos y búsquenlo en google o en Kaosenlared.net), "con el auge del neoliberalismo, Marcelino se había radicalizado, y los del “aparato” (los que salen en la foto institucional) ya no lo querían".

El balance final de la vida de Marcelino, más allá de las contradicciones socialdemócratas de los PPCCs exestalinistas, o no tan ex, según se ven sus purgas internas aún hoy, es claramente merecedor de nuestro reconocimiento, gratitud y recogida de bandera de lucha, para vergüenza de burócratas que dan las gracias a "príncipes" por sus condolencias, o Fidalgos que encendían el cigarrillo cada vez que los asistentes en el homenaje de la Puerta de Alcalá levantábamos el puño (este hombre de FAES va a acabar con un cáncer de pulmón pues levantamos el puño muchas veces) y Presidentes de gobierno traidores a la clase trabajadora. Ninguno de ellos podrá limpiar sus miserias en el sudario de Marcelino. Es de un blanco nuclear su integridad que resiste todas las manchas que deseen traspasarle los Pilatos al secar sus sucias manos.

Reconocer su grandeza, dentro de sus contradicciones, es humano, nos enaltece como personas, nos ayuda en este difícil momento en el que NINGUNO de cuantos deseamos transformar la sociedad en un sentido socialista tenemos una hoja intachable de servicios.

Salvando todas las distancias de una vieja tradición que ya no es mía porque hace muchos años dejé de pertenecer a esa corriente de la izquierda para encontrar su mejor continuación, sin la pesada herencia del estalinismo, hay un ejemplo del que me siento heredero porque extrae lo mejor de nosotros mismos y de la izquierda: su generosidad.

El viejo Presidente socialista de la República Italiana, el antiguo “partisani” Sandro Pertini, ante la muerte de su amigo comunista, secretario general del PCI, el 11 de Diciembre de 1984, corrió a velar su cuerpo, partiendo hacia Roma con un vuelo presidencial para escoltar al cortejo fúnebre.

Esa es la grandeza moral de la izquierda (“llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”, en palabras de Buenaventura Durruti) y, en mi opinión, ahí se debiera haber quedado el homenaje a Marcelino. Cuando digo izquierda en ella me cabe la que hace lo que dice y dice lo que hace. Sobraban Fidalgos, Zapateros traidores y Príncipes de Asturias. El último de ellos porque, como parado parásito de lujo, ensucia con su presencia el homenaje al viejo luchador y los dos anteriores porque a la izquierda le sobran enterradores de empresas funerarias privatizadas.

Seguramente, con ello, los actos fúnebres hubieran tenido menos brillo mediático pero habrían ganado en limpieza moral de la izquierda y muestra de lo que significa ser diferente de verdad. Hubiera habido menos contradicción entre el legado de Marcelino y sus poco ennoblecidos herederos de huelgas y movilizaciones a meses vista y por obligación.

Comprender que Marcelino era un patrimonio de toda la izquierda combativa, pero sólo de esa izquierda, nos hubiera ahorrado el asco de ver cómo los partidarios de pasar página sobre los años de lucha obrera del ayer se retrataban intentando fagocitar su mensaje para quitarle toda la fuerza que, ante las nuevas luchas que nos ha tocado vivir hoy, él nos dejó como herencia.