4 de enero de 2011

PERSPECTIVAS DE LA ECONOMÍA MUNDIAL EN 2011

Walden Bello. Revista Sin Permiso

En contraste con sus previsiones cautamente optimistas, a fines de 2009, de una recuperación sostenida, el humor dominante en los círculos económicos liberales cuando termina 2010 es sombrío, si no apocalíptico. Los halcones fiscales han ganado la batalla política en EEUU y Europa, para alarma de los abogados del gasto público, como el premio Nóbel Paul Krugman y el columnista del Financial Times Martin Wolf, quienes ven las restricciones presupuestarias como la receta más segura para matar la incipiente recuperación en las economías centrales.
Pero aunque los EEUU y Europa parecen abocados a una crisis más profunda a corto plazo y al estancamiento en el plazo largo, algunos analistas se precian de observar un “desacoplamiento” del Este asiático y de otras áreas en desarrollo respecto de las economías occidentales. Esa tendencia empezó a comienzos de 2009 en la estela del programa de estímulos masivos de China, que no sólo reestableció el crecimiento chino de doble dígito, sino que sacó de la recesión y llevó a la recuperación a varias economías vecinas, desde Singapur hasta Corea del Sur. En 2010, la producción industrial asiática recuperó ya su tendencia histórica, “casi como si la Gran Recesión nunca hubiera tenido lugar”, de acuerdo con The Economist.
¿Sigue Asia un camino realmente separado de Europa y EEUU? ¿Estamos realmente asistiendo a un “desacoplamiento”?
El triunfo de la austeridad
En las economías centrales, la indignación con los excesos de las instituciones financieras que precipitaron la crisis económica ha dado paso a la preocupación por los déficits públicos masivos en que han incurrido los gobiernos para poder estabilizar el sistema financiero, frenar el colapso de la economía real y afrontar el desempleo. En los EEUU el déficit se sitúa por encima del 9% del PIB. No es un déficit desbocado, pero la derecha norteamericana logró la hazaña que el miedo al déficit y a la deuda federal pesara más en el espíritu de la opinión pública que el miedo a la profundización del estancamiento y al aumento del paro. En Gran Bretaña y en los EEUU, los conservadores fiscales lograron un mandato electoral claro en 2010, mientras que en la Europa continental una Alemania recrecida hizo saber al resto de la eurozona que no seguiría subsidiando los déficits de los miembros más débiles de las economías meridionales o periféricas, como Grecia, Irlanda España y Portugal.
En los EEUU, la lógica de la razón dio paso a la lógica de la ideología. El impecable argumento de los Demócratas de que el gasto público en estímulos era necesario para salvar y crear puestos de trabajo no pudo resistir el asalto del tórrido mensaje Republicano, según el cual un mayor estímulo público, añadido los 787 mil millones de dólares del paquete de Obama en 2009 significaría un paso más hacia el “socialismo” y la “pérdida de libertad individual”. En Europa, los keynesianos arguyeron que la relajación fiscal no sólo ayudaría a Irlanda y a las economías meridionales con problemas, sino también a la poderosa maquinaria económica alemana, pues esas economías absorben las exportaciones de Alemania. Lo mismo que en los EEUU, los argumentos racionales sucumbieron a las imágenes sensacionalistas, en este caso a la retrato mediático de unos esforzados alemanes subsidiando a hedonistas mediterráneos y derrochadores irlandeses. A regañadientes aprobó Alemania paquetes de rescate para Grecia e Irlanda, pero sólo a condición de que griegos e irlandeses fueran sometidos a salvajes programas de austeridad que han sido descritos por nada menos que dos exministros alemanes en el Financial Times como medidas antisociales “sin ejemplo en la historia moderna”.
El desacoplamiento, resucitado
El triunfo de la austeridad en EEUU y  Europa, la cosa no ofrece duda, eliminará a esas dos áreas como motores para la recuperación económica global. ¿Pero se halla Asia en una senda diferente? ¿Puede soportar, como Sísifo, el peso del crecimiento global?
La idea de que el futuro económico de Asia se ha desacoplado del de las economías del centro no es nueva. Estuvo de moda antes de la crisis financiera tumbara la economía norteamericana en 2007-2008. Pero se reveló ilusoria en cuanto la recesión en los EEUU, de los que China y otras economías del Este asiático dependían para absorber sus excedentes, disparó una repentina y drástica en Asia entre fines de 2008 y mediados de 2009. De ese momento proceden las imágenes televisivas de millones de trabajadores chinos migrantes abandonando las zonas económicas costeras y regresando al campo.
Para contrarrestar la contracción, China, presa del pánico, lanzó lo que Charles Dumas, autor de Globalisation Fractures, caracterizó como un “violento estímulo interior” de 4 billones de yuanes (580 mil millones de dólares). Eso significaba cerca del 13% del PIB en 2008 y constituyó “probablemente el mayor programa de la historia de este tipo, incluidos los años de guerras”. El estímulo no sólo restituyó el crecimiento de dos dígitos; también comunicó a las economías del Este asiático un impulso recuperador, mientras Europa y los EEUU caían en el estancamiento. Ese notable inversión es lo que ha llevado al renacimiento de la idea del desacoplamiento.
El gobernante Partido Comunista de China ha venido a reforzar esa idea al sostener que se ha producido un cambio de política que da primacía al consumo interior sobre el crecimiento orientado a la exportación. Pero si se observa con mayor detenimiento, se ve que eso es más retórica que otra cosa. En efecto, el crecimiento orientado a la exportación sigue siendo el eje estratégico, algo que se ve subrayado por la continuada negativa china a reapreciar el yuan, una política destinada a mantener competitivas sus exportaciones. La fase de empuje al consumo interior parece haber terminado, hallándose ahora China, como observa Dumas, “en proceso de cambio masivo desde el estímulo benéfico de la demanda interior hacia algo muy parecido al Business as usual de 205-2007: crecimiento orientado a la exportación con un poco de recalentamiento”.
No sólo analistas occidentales como Dumas han llamado la atención sobre ese regreso al creamiento orientado a la exportación. Yu Yongding, un influyente tecnócrata que sirvió como miembro del comité monetario del Banco Central Chino confirma que, en efecto, se ha vuelto a la práctica económica habitual: “En China, con una ratio comercio/PIB y exportaciones/PIB que excede ya, respectivamente, el 60% y el 30%, la economía no puede seguir dependiendo de la demanda externa para sostener el crecimiento. Desgraciadamente, con un enorme sector exportador que emplea a millones y millones de trabajadores, esa dependencia se ha hecho estructural. Eso significa que reducir la dependencia y el excedente comerciales de China pasa por harto más que por ajustar la política macroeconómica.”
El regreso al crecimiento orientado a la exportación no es simplemente un asunto de dependencia estructural. Tiene que ver con un conjunto de intereses procedentes del período de la reforma, intereses que, como dice Yu,”se han transformado en intereses banderizos que luchan duramente para proteger lo que tienen”. El lobby exportador, que junta a empresarios privados, altos ejecutivos de empresas públicas, inversores extranjeros y tecnócratas del estado, es el lobby más poderosos ahora mismo en Beijing. Si la justificación ofrecida para el estímulo público ha sido derrotada por la ideología en los EEUU, en China la argumentación igualmente racional a favor del crecimiento centrado en el mercado interior ha sido aniquilada por intereses materiales banderizos.
Deflación global
Lo que los analistas como Dumas llaman el regreso de China al tipo de crecimiento orientado a la exportación chocará con los esfuerzos de los EEUU y Europa de empujar la recuperación mediante un crecimiento orientado a la exportación simultaneado con el levantamiento de barreras a la entrada de importaciones asiáticas. El resultado más probable de la promoción competitiva de esa volátil mezcla de empuje a la exportación y protección interior por parte de los tres sectores que encabezan la economía mundial en una época de comercio mundial relativamente menos boyante no será la expansión global, sino la deflación global. Como ha escrito Jeffrey Garten, antiguo subsecretario de comercio bajo Bill Clinton: “Aunque se ha prestado mucha atención a la demanda de consumo e industrial en los EEUU y en China, las políticas deflacionarias que envuelven a la UE, la unidad económica más grande del mundo, podrían hundir de mala manera el crecimiento económico global… Las dificultades llevar a Europa a redoblar su empeño en las exportaciones al tiempo que EEUU, Asia y América Latina están disponiendo sus economías para vender más en todo el mundo, lo que no podría sino exacerbar las tensiones, ya suficientemente altas, en los mercados de divisas. Podría llevar a un resurgimiento de las políticas industriales patrocinadas por los estados, cuyo crecimiento ya se observa por doquiera. Tomados de consuno, todos esos factores podrían llegar a propagar el incendio proteccionista tan temido por todos.”
La crisis del Viejo Orden
Lo que nos aguarda en 2011 y en los próximos años, advierte Garten, son momentos de “turbulencia excepcional, a medida que el ocaso del orden económico global tal como lo hemos conocido avanza caótica y tal vez destructivamente”. Garten destila un pesimismo que está apoderándose cada vez más de buena parte de la elite global que otrora anunciaba la buena nueva de la globalización y que ahora la ve desintegrarse literalmente ante sus propios ojos. Y esta ansiedad fin de siècle no es monopolio de los occidentales; es compartida por el influyente tecnócrata chino Yu Yongding, que sostiene que el “tarón de crecimiento chino ha prácticamente agotado su potencial”. China, la economía que con mayor éxito consiguió cabalgar la ola globalizadora, “ha llegado a una disyuntiva crucial: de no poner por obra penosísimos ajustes estructurales, podría perder súbitamente el impulso de su crecimiento económico. El rápido crecimiento económico se ha logrado a un coste extremadamente alto. Sólo las generaciones venideras conocerán el verdadero precio pagado.”
La izquierda en la presente coyuntura
A diferencia de las medrosas aprensiones de figuras del establishment como Garten y Yu, muchas gentes de izquierda ven la turbulencia y el conflicto como la necesaria compañía del nacimiento de un nuevo orden. Y, en efecto, los trabajadores se han movilizado en China, y se ganaron incrementos salariales significativos con huelgas organizadas en determinadas empresas extranjeras a lo largo de 2010. La protesta ha estallado también en Irlanda, Grecia, Francia y Gran Bretaña. Pero a diferencia de China, en Europa marchan para mantener derechos perdidos. Y lo cierto es que ni en China, ni en Occidente, ni en parte alguna son los resistentes portadores de una visión alternativa al orden capitalista global. Al menos, no todavía.
Walden Bello, profesor de ciencias políticas y sociales en la Universidad de Filipinas (Manila), es miembro del Transnational Institute de Amsterdam y presidente de Freedom from Debt Coalition, así como analista sénior en Focus on the Global South.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón

28 de diciembre de 2010

DOS EUROPAS

Gerardo Pisarello · Jaume Asens. Revista "Sin Permiso"

Al cierre del 2010, todo indica que la Unión Europea ha abdicado de la tarea de construir de un proyecto social y democrático a escala continental para convertirse en su más enconada adversaria. El eje Berlín-París-Londres está consiguiendo imponer su pretensión de consolidar un mecanismo de rescate financiero condicionado a la aceptación de políticas de “austeridad” y de congelar hasta el año 2020 un presupuesto comunitario no mayor al 1% del PIB de los Estados miembros. Estas medidas sólo pueden comportar la profundización de un camino de servidumbre muy diferente al fantaseado por Friedrich Hayek. Como mínimo, para los países situados en la periferia de la actual UE, que se verían constreñidos a aplicar una serie de políticas suicidas para su propia recuperación interna, so pena de perder los fondos comunitarios y, llegado el caso, su derecho de voto en las instituciones europeas. Los impulsores de estas políticas son plenamente conscientes de su carácter anti-popular. Por eso pretenden trasladarla al mortecino Tratado de Lisboa a través de un procedimiento especial que exigiría el visto bueno de los parlamentos estatales pero que permitiría, al mismo tiempo, sortear los incómodos e imprevistos referendos ciudadanos. La deriva elitista y tecnocrática de la UE ha devenido así en obstinación. A excepción de algunas honrosas excepciones, las energías democratizadoras hoy existentes en el espacio europeo no provienen de sus instituciones. Más bien, radican en las voces que, de Atenas a París, de Dublín y Lisboa a Londres, Roma, Madrid o Barcelona, se están atreviendo, con enormes dificultades, a contestar este proceso en las calles, en los barrios, en los lugares de estudio y de trabajo, negándose a asumirlo como si de un irresistible designio divino se tratara.

Cuando el tsunami financiero proveniente de Estados Unidos se desplazó a Grecia, algunas voces optimistas pensaron que la Europa social llamaría a la puerta. Que la retórica a favor de un “gobierno europeo” se traduciría en un esfuerzo coordinado por establecer un centro redistributivo de ámbito continental, por convertir al Banco Central Europeo, a la manera de la Reserva Federal,  en un emisor masivo de euro-deuda y por yugular, en fin, a unos capitales especulativos que amenazaban los fundamentos mismos de la integración. Sin embargo, los bancos golpearon primero y las instituciones europeas no tardaron en exigir medidas drásticas para reducir unos déficits públicos largamente disimulados o generados, como en el caso español, para licuar las deudas privadas de las entidades financieras.

El gobierno socialista de Papandreu decidió que la única manera de plegarse al mandato del directorio franco-alemán consistía en sacrificar salarios y pensiones y en aumentar los impuestos indirectos. Todo ello en un país que dedicaba un 3,6% de su PIB a gastos militares y cuya estructura fiscal era una de las más regresivas del continente. Con el aliento griego encima y la amenaza de unas agencias de calificación de deuda libres de todo escrutinio público, también el gobierno del PSOE optó por soltar el lastre de la retórica social utilizada durante los años de euforia inmobiliaria. El paquete de ajustes incluyó la puesta en marcha de ingentes ayudas a la banca, el estímulo a las fusiones y a la privatización de las cajas de ahorro y el inmediato sacrificio de derechos sociales y laborales de por sí débiles en comparación con los vigentes en la antigua UE de los quince. Ni una medida dirigida a limpiar y democratizar el sistema de crédito, poniéndolo al servicio de emprendimientos social y ambientalmente sostenibles. Ni una a dar respuesta al drama de las más de 350.000 familias afectadas por el fraude inmobiliario y las ejecuciones hipotecarias. Ni una a revertir la regresividad del sistema fiscal y atenuar, así, las desigualdades y la exclusión que están alimentando el crecimiento de la xenofobia y la extrema derecha. Nada que pudiera enviar una señal equívoca a unos mercados financieros bien dispuestos, en cambio, a especular sin rubor contra sus benefactores. Poco a poco, la debilidad y de la falta de coraje político de los gobiernos de la periferia europea se hizo evidente. Y los mercados no tardaron en cebarse con Irlanda y Portugal. Allí, la crisis también pasó la factura de haberse calzado demasiado pronto el corsé que supusieron la entrada en el euro y la asunción de los criterios de convergencia pergeñados en Maastricht.

Lejos de quedarse en la periferia europea, la fiebre del ajuste se extendió también al norte. Si en el sur los ejecutores han sido unas socialdemocracias desnortadas, que al desmovilizar a sus bases cavaron su propia tumba ante los especuladores, en el norte el protagonismo ha correspondido sobre todo a los gobiernos conservadores. Cuando estalló la crisis, algunos, como el de Nicolás Sarkozy, fueron los primeros en apostar tácticamente por “refundar el capitalismo”. Pero aquella consigna se reveló pronto como una mera cortina de humo, como una manera de ganar tiempo en un país que, ya desde las huelgas de 1995 contra los planes neoliberales de Juppé, cuenta con una sólida tradición de luchas en defensa de lo público. Consciente, sin embargo, de que la economía francesa no es la alemana, Sarkozy no tardó en aprovechar la coyuntura para cargar contra el sistema público de pensiones, imponiendo prácticamente sin debate parlamentario, la ampliación de la edad de jubilación. El recién estrenado gobierno de David Cameron no le ha ido a la zaga. A poco de asumir, entregó a los especuladores un 40% del gasto social, intentando hacer pasar como medida de racionalización administrativa lo que en el fondo constituye una nueva carga de profundidad contra dos de los pilares históricos del Welfare británico: la sanidad y la educación públicas.

Que estas políticas comportan un auténtico estado de emergencia económico, impuesto al margen o al filo de la legalidad vigente queda probado, en buena medida, por la manera furtiva en que los países fuertes de la UE han decidido reflejarlo en el Tratado de Lisboa. Lejos queda el tiempo en que, tras el rechazo francés y holandés al tratado constitucional, las clases dirigentes europeas planteaban la necesidad de un Plan B que acercara la UE a la ciudadanía y que perfeccionara los mecanismos de participación democrática. La idea, ahora, es precisamente la opuesta: evitar, a cualquier precio, referendos que puedan llevar el debate sobre el proceso de la integración a la opinión pública y acarrear resultados no queridos. Desde esta perspectiva, incluso la reforma del Tratado de Lisboa se presenta como un trámite engorroso. Engorroso pero inevitable, si se tiene en cuenta que son varias ya las demandas de constitucionalidad planteadas ante el Tribunal constitucional alemán contra el Fondo de Ayuda Financiera de 750 mil millones de euros aprobados el pasado mes de mayo sin discusión parlamentaria alguna.

A estas alturas, no es ningún secreto que el marco económico impuesto por la UE, sobre todo en la zona euro, está abiertamente reñido con la mejor tradición del constitucionalismo social y democrático de la que muchos estados miembros pretenden extraer su legitimidad. La crisis, en efecto, ha demostrado la extrema debilidad, cuando no la futilidad de protocolos, cláusulas sociales y cartas europeas supuestamente encargados de frenar la erosión de derechos arduamente conquistados. Pero no sólo eso: también ha forzado reformas regresivas y mutaciones en las constituciones formalmente vigente en los estados, sobre todo en aquellas más exigentes desde el punto de vista de su contenido social. Este es el caso, por ejemplo, de Portugal. Allí, el avanzado texto de 1976, aprobado tras la revolución de los claveles, tuvo que ser reformado en siete ocasiones, entre otras razones, para acomodarse a la horma monetarista y neoliberal de la constitución económica europea. Y ahora, no por casualidad, ha sido objeto de un nuevo embate a manos de la derecha conservadora, que ha impulsado una octava modificación con el propósito de devaluar el alcance normativo de derechos sociales básicos como los derechos a la educación y a la sanidad, públicos y gratuitos. Este fenómeno, en cualquier caso, también ha impactado en estados con constituciones sociales relativamente más débiles. Así lo demuestra la experiencia española, donde el propio tribunal constitucional tuvo que recurrir a una dudosa operación semántica para compatibilizar la “supremacía” del texto de 1978 con la “primacía” del derecho de la UE, y donde el Partido Popular no ha dudado en proponer la constitucionalización de la ausencia de déficit como una forma, precisamente, de europeizar el derecho interno.  

Más allá de la cuestión de la legalidad, estas políticas estás revelándose, además, como un despropósito desde el punto de vista de su efectividad. No servirán para conseguir algunos de los fines que aseguran perseguir, como aplacar a las oligarquías financieras. Por el contrario, lo más probable es que desaten un espiral de recortes que ahondará el actual marco recesivo, empujará a algunos países directamente a la depresión y aumentará todavía más la exclusión social. Es más, si la desintegración y el dumping social no han ido ya más lejos, es, nuevamente, gracias a las protestas que, de manera embrionaria pero persistente, se han propuesto plantar cara a estas políticas y despojarlas de su aura de inevitabilidad. A diferencia de lo que podía ocurrir a inicios del siglo pasado, estas resistencias se producen tras décadas de políticas neoliberales, en un contexto de fuerte fragmentación social y sindical y con la extrema derecha al acecho. Lo cierto, empero, es que sin las huelgas generales griegas, francesas y portuguesas, sin la movilización, contra el miedo y el chantaje, de millones de trabajadoras y trabajadores, de parados, precarios, estudiantes y pensionistas de todo el continente, las perspectivas serían sin duda peores.

Los grandes grupos económicos y mediáticos y sus aliados políticos son plenamente conscientes de ello. Por eso, a pesar de la relativa debilidad de la respuesta social producida hasta ahora, han combinado el desdén por la misma con su criminalización preventiva. En Grecia, el gobierno no tardó en sacar a relucir el espantajo del manifestante terrorista y la represión pronto sumó en su haber varios muertos y centenares de heridos y detenidos. En Francia, Sarkozy lanzó los gendarmes a las calles para obligar a los manifestantes a volver a sus trabajos, y aunque algunos tribunales consideraron que la medida constituía una restricción ilegítima al derecho de huelga, la cifra de arrestados pronto superó los dos mil. Incluso en el caso español, donde el paro juvenil es ya del 40%  y donde la protesta no fue ni la mitad de intensa que en Grecia o Francia, bastó que la huelga del 29-S tuviera más éxito del esperado para que la patronal, la derecha política y ciertos medios de comunicación la rebajaran a un ejercicio de vandalismo protagonizado por sindicalistas y anti-sistemas que pretendían acabar con el Estado de derecho.
En realidad, quienes buscan reducir la protesta social a actos aislados de salvajismo o de delincuencia no sólo tratan de despojarla de legitimidad. También intentan minimizar u ocultar la enorme violencia pública y privada que hay detrás de las políticas impuestas para afrontar la crisis. Y es que en el fondo, en el conflictivo escenario que se extiende por Europa en estos tiempos, dos proyectos se baten a duelo. Uno, el del ajuste y el despotismo financiero, lleva en su seno la semilla de un futuro lúgubre, capaz de convocar los peores fantasmas del populismo represivo, la xenofobia y el nacionalismo excluyente. El otro, el de la Europa movilizada en defensa de los derechos sociales y los bienes públicos, comunes, contiene en cambio la promesa de una alternativa igualitaria y democrática al desorden actual, dentro pero también más allá de las fronteras estatales. En ese contexto, el imperativo ético y político de los tiempos por venir no puede ser otro que preservar esta Europa indómita de la fragmentación, el enfrentamiento cainita y la criminalización. Y hacerle espacio. Y conseguir que dure.


Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional en la Universidad de Barcelona y miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso. Jaume Asens es abogado y ambos son miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.