7 de mayo de 2016

KEYNES HA MUERTO, LARGA VIDA A MARX

Ismael Hossein-Zadeh. Boltxe.eus

Muchos economistas liberarles imaginaron un nuevo amanecer del keynesianismo con el colapso financiero de 2008. Casi seis años después, está claro que las muy esperadas recetas keynesianas han sido completamente ignoradas. ¿Por qué? La respuesta de los economistas keynesianos: la “ideología neoliberal”, que según ellos se remonta a la presidencia de Ronald Reagan.

Este artículo argumenta, en cambio, que la transición del keynesianismo a la economía neoliberal tiene raíces mucho más profundas que la pura ideología; que la transición comenzó mucho antes de que Reagan fuera elegido presidente; que la confianza keynesiana en la capacidad del gobierno para re-regular y revitalizar la economía mediante políticas de gestión de la demanda descansa en la percepción esperanzada de que el estado puede controlar el capitalismo; y que, al contrario de esas percepciones desiderativas, las políticas públicas son algo más que simples decisiones administrativas o técnicas; son, sobre todo, políticas de clase.

El artículo sostiene además que la teoría marxista del empleo y el desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación más sólida de los prolongados y elevados niveles de desempleo que la visión keynesiana, la cual atribuye la plaga del paro a las “políticas equivocadas del neoliberalismo”. Del mismo modo, la explicación que ofrece la teoría marxista de cómo y porqué los niveles salariales de miseria y el predominio generalizado de la pobreza pueden ir acompañados de grandes beneficios y una mayor concentración de la riqueza, resulta mucho más convincente que la que aportan las ideas keynesianas, según las cuales las altas tasas de empleo y los elevados salarios serían condiciones necesarias para un ciclo económico expansionista.

Algo más que “ideología neoliberal”
El cuestionamiento y el abandono gradual de las estrategias keynesianas de gestión de la demanda no se debió simplemente a las propensiones puramente ideológicas de los republicanos “de derechas” o a las preferencias personales de Ronald Reagan, como muchos economistas liberales y radicales manifiestan, sino a los cambios estructurales reales en las condiciones económicas y el mercado, tanto a escala nacional como internacional. Las políticas New Deal/socialdemócratas se pusieron en marcha inmediatamente después de la Gran Depresión, cuando tanto los trabajadores y otras organizaciones de base políticamente conscientes como las condiciones económicas favorables del momento volvieron efectivas esas políticas. Esas condiciones favorables incluían la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra, la casi ilimitada demanda de productos manufacturados estadounidenses en el país y en el extranjero, y el hecho de que tanto el capital como la mano de obra estadounidenses no tuvieran competencia. Estas circunstancias propicias, junto con la presión desde abajo, permitió a los trabajadores estadounidenses exigir salarios dignos y una serie de prestaciones, mientras disfrutaban de una elevada tasa de empleo. Los salarios elevados y la fuerte demanda funcionaron entonces como un estímulo maravilloso que trajo consigo, en forma de círculo virtuoso, el largo ciclo expansionista del periodo de posguerra.

A finales de los sesenta y principios de los setenta, sin embargo, tanto el capital como la mano de obra estadounidenses vieron cómo se incrementaba la competencia en los mercados mundiales. Además, durante el largo ciclo expansionista de posguerra, los fabricantes estadounidenses habían invertido tanto en capital fijo, en desarrollar capacidades, que para finales de los sesenta sus tasas de beneficio ya habían comenzado a disminuir a medida que los enormes “costes a fondo perdido”, sobre todo en forma de instalaciones y equipo, se volvían cada vez más elevados.

Más que ninguna otra cosa, fueron estos cambios en las condiciones reales de producción, y el simultáneo realineamiento de los mercados globales, lo que motivó las cada vez mayores reservas hacia los postulados keynesianos y su abandono final. Al contrario de lo que repiten los economistas liberales/keynesianos, no fueron las ideas o los planes de Ronald Reagan los que estaban detrás del desmantelamiento de las reformas del New Deal; más bien, fue la globalización, primero del capital y después de la fuerza de trabajo, lo que hizo que las políticas económicas de corte keynesiano dejaran de resultar atractivas para la rentabilidad capitalista, y lo que propició el ascenso de Ronald Reagan y las políticas neoliberales de austeridad económica.

Debería destacarse que las políticas keynesianas de estabilización no fueron abandonadas por razones puramente ideológicas; esto es, porque, como sostienen muchos críticos del neoliberalismo, desde Chicago se extendiera un espíritu de laissez-faire que afectó a políticos de todos los partidos y los convenció de las ventajas de los mercados libres. […] Los mecanismos keynesianos de regulación financiera (controles de capital y tipos de cambio regulados) no pudieron resistir la expansión del crédito internacional desregulado, los Euromercados, que pasaron a dominar las finanzas internacionales.

Cuando, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en la Conferencia de Bretton Woods (NH, Nueva Inglaterra), se establecieron regulaciones financieras, controles de capital y un nuevo sistema monetario internacional, los mercados internacionales financieros y de crédito eran prácticamente inexistentes. El dólar estadounidense (y en menor extensión el oro) era, en líneas generales, el único medio de comercio y crédito internacional. Bajo esas circunstancias, los préstamos internacionales se realizaban principalmente a través del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los bancos centrales de los países prestatarios/beneficiarios de los préstamos, de ahí la aplicabilidad de controles.

Sin embargo, este cuadro de los mercados de crédito/financieros fue cambiando gradualmente y, para finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, esos mercados habían alcanzado un valor de cientos de miles de millones de dólares, posibilitando transacciones internacionales de crédito por fuera de los canales del FMI y los bancos centrales. Los dos factores principales que contribuyeron de manera significativa a la drástica inflación de los mercados financieros internacionales fueron (a) el crédito internacional generado por ordenador, y (b) la inmensa proliferación de Eurodólares, esto es, dólares estadounidenses depositados en bancos extranjeros. El crédito/las finanzas mundiales han crecido tantísimo durante las últimas décadas que han vuelto prácticamente inútiles los controles y las regulaciones internas o nacionales:

Los críticos de las finanzas internacionales han hecho varias propuestas para estabilizar el sistema y adecuarlo a los propósitos del desarrollo económico y social. La recomendación más común ha sido la vuelta a los controles de capital transnacional que existían durante los años 40 y 50 del siglo pasado. Dichos controles, en muchos casos, no fueron eliminados hasta los años noventa. Sin embargo, los depósitos bancarios internacionales y los activos financieros en el extranjero son ahora tan grandes que sería difícil hacer cumplir tales controles. De hecho, la razón principal para deshacerse de dichas regulaciones fue precisamente que no podían hacerse cumplir.

Es obvio, entonces, que el debilitamiento de las medidas de control y/o las salvaguardias normativas tuvo menos que ver con las tendencias puramente ideológicas de ciertos políticos y responsables de políticas que con la evolución de los mercados financieros internacionales.

Todo empezó mucho antes de la llegada de Reagan a la Casa Blanca
La afirmación de que el abandono de las políticas keynesianas a favor de las neoliberales se produjo con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1980 es objetivamente falsa. Pruebas irrefutables demuestran que la fecha de vencimiento de las recetas keynesianas expiró al menos una docena de años antes. Las políticas keynesianas de expansión económica mediante la gestión de la demanda habían perdido fuelle (esto es, habían dado de sí todo lo que podían) a finales de los sesenta y principios de los setenta; no se vieron frenadas brusca y repentinamente bajo la dirección de Reagan.

Como señala el profesor Alan Nasser del Evergreen State College, los argumentos de que “las políticas de equidad económica suponían sacrificios en términos de eficiencia” fueron elaborados por los asesores económicos de las administraciones demócratas mucho antes de que la reaganomía los formalizara. Tanto Arthur Okun como Charles Schultze ocuparon el cargo de presidente del Consejo de Asesores Económicos con presidentes demócratas. En su libro Equality and Efficiency: The Big Tradeoff, Okun (1975) manifestó que “el objetivo intervencionista de mayor equidad tuvo unos costes de eficiencia que perjudicaron la economía privada”. Del mismo modo, Schultze (1977) afirmó que “las políticas del gobierno que afectan a los mercados en nombre de la imparcialidad y la equidad son necesariamente ineficientes”, y que tales políticas “iban a perjudicar a las personas que los responsables de las políticas trataban de proteger, y a desestabilizar la economía privada en el proceso”.

Jerome Kalur también señala que “los esfuerzos de la Cámara de Comercio y la Mesa Redonda Empresarial para obtener el control de las decisiones reguladoras del gobierno comenzaron al menos nueve años antes” de la elección de Ronald Reagan como presidente, “cuando el abogado Lewis Powell envió a la Cámara su conocido memorando ‘Attack of American Free Enterprise System'” [7]. Conjuntamente con la ofensiva legal de Powell contra la normativa laboral y reguladora, las grandes empresas actuaron rápidamente para “impedir la sindicalización” y “eliminar los controles reguladores mediante sucesivas campañas de propaganda promovidas por think-tanks como el Instituto Americano de Empresa (1972), la Fundación Heritage (1973) y el Instituto Cato (1977)”. Kalur apunta algo más:

Cuando Powell entregó su memorando a la Cámara, la patronal estadounidense tenía a su servicio 175 firmas de cabildeo registradas. En 1982, el número de torcedores de brazos de la calle K financiados por las empresas había llegado a los 2.500. Y si en los setenta había 400 PACs respaldados por empresas, una década más tarde sumaban 1.200. Resumiendo, las grandes empresas estaban provocando el descenso en la afiliación sindical, influyendo fuertemente en las agencias federales y la legislación, y dominando la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, por sus siglas en inglés) mucho antes de la llegada de Reagan a la presidencia. Con el nombramiento de Powell como juez del Tribunal Supremo, para 1978 el mundo empresarial estadounidense estaba más cerca de su meta de suprimir las restricciones a los donativos para las campañas a través de procedimientos clandestinos.

Si bien el giro teórico de la economía del New Deal/keynesiana por parte de las lumbreras del Partido Demócrata es anterior a la presidencia de Carter, la ejecución política de dichas teorías comenzó bajo su administración. Reagan recogió la copia demócrata de la agenda neoliberal y le sacó provecho, reemplazando la retórica del capitalismo con rostro humano por la retórica arrogante y farisaica del individualismo acentuado, según la cual la codicia y el interés propio son valores que hay que alimentar. El presidente Clinton no atenuó las políticas económicas por el lado de la oferta de los años de Reagan, y el presidente Obama no está vacilando al llevarlas a cabo.

El papel del estado: esperanzas, mitos y (falsas) ilusiones
La visión keynesiana según la cual el gobierno puede ajustar la economía a través de políticas fiscales y monetarias para mantener el crecimiento se basa en la idea de que el capitalismo puede ser controlado o manipulado por el estado y gestionado por economistas profesionales desde los distintos departamentos gubernamentales de acuerdo al interés general. La eficiencia del modelo keynesiano, por lo tanto, se apoya en gran medida en una esperanza, o una ilusión, puesto que la relación de poder entre el estado y el mercado/capitalismo es normalmente la inversa. Al contrario de la percepción keynesiana, la elaboración de políticas económicas es algo más que una mera decisión administrativa o técnica; se trata sobre todo de un asunto socio-político que está relacionado orgánicamente con la naturaleza de clase del estado y los aparatos de definición de políticas.

La ilusión keynesiana ha estado alimentada o enmascarada por dos grandes mitos. El primero proviene de la idea que atribuye la aplicación de las reformas económicas del New Deal y la socialdemocracia tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial al genio de Keynes. Sin embargo, las pruebas demuestran que la aplicación de dichas reformas y, por tanto, el mayor protagonismo de Keynes, fue más el resultado de durísimas luchas de clase y enormes presiones por parte de grupos de base que de las mentes de expertos como Keynes. De hecho, fuera de los estrechos círculos académicos, Keynes no era conocido en los Estados Unidos cuando se llevaron a cabo la mayoría de las reformas del New Deal.

El segundo mito deriva de la visión que atribuye la larga expansión económica durante el periodo que va desde 1948 a 1968 en los Estados Unidos a la eficacia o al éxito de las políticas keynesianas de gestión de la demanda. Aunque es cierto que en aquel momento las políticas expansionistas del gobierno tuvieron un papel fundamental en el fantástico desarrollo económico de ese periodo, el éxito de esa expansión también se debió a una serie de condiciones o factores favorables. Entre ellos se encontraban la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra de todo el mundo, la necesidad de cubrir la gran demanda global de bienes de consumo y de capital, y la falta de competencia para los productos y el capital estadounidenses en los mercados globales; en pocas palabras, el hecho de que en el periodo de posguerra había un enorme espacio para el crecimiento y la expansión.

Amparándose en estos mitos e ilusiones, los economistas keynesianos imaginaron un pequeño resquicio en el derrumbe financiero de 2008 y la Gran Recesión subsiguiente: una oportunidad para un nuevo amanecer de la economía keynesiana. Casi seis años después resulta suficientemente claro que las recetas keynesianas están cayendo en saco roto.

Rechazadas, las esperanzas e ilusiones keynesianas se han convertido en decepción y enfado. Por ejemplo, en su columna en el New York Times, el profesor Paul Krugman arremete a menudo contra la administración Obama por ignorar las políticas keynesianas de expansión económica y creación de empleo:

La verdad es que crear empleo en una economía deprimida es algo que el gobierno podría y debería hacer. […] Piensen en ello: ¿Dónde están los grandes proyectos de obras públicas? ¿Dónde están los ejércitos de empleados públicos? Hay exactamente medio millón menos de funcionarios ahora que cuando el Sr. Obama asumió el cargo.

En el centro de la frustración y decepción de los economistas keynesianos está la percepción irrealista de que las políticas económicas son producciones intelectuales, y que la formulación de políticas es principalmente una cuestión de conocimientos técnicos y preferencias personales. Lo que estos economistas pasan por alto es el hecho de que dicha formulación no es simplemente una cuestión optativa, es decir, de política “buena” vs. “mala”; es sobre todo una cuestión de política de clase.

No basta con tener buen corazón o un alma compasiva; es igualmente importante no perder de vista cómo se hacen las políticas públicas bajo el capitalismo. No es suficiente con despotricar continuamente contra Ronald Reagan como un rey malvado y alabar a FDR como un rey sabio. La tarea más importante es explicar por qué la clase dominante derrocó al rey sabio y abrió la puerta al malvado. Como señala el profesor Peter Gowan de la London Metropolitan University, “los keynesianos defienden un argumento esencialmente falso a favor de la re-regulación al no ver la unidad del estado y Wall Street”.

Crecimiento y empleo: Keynes vs. Marx
No sólo es inexacto el relato de los hechos que condujeron a la desaparición del keynesianismo y al auge del neoliberalismo que hacen los economistas liberales, también lo es su explicación de los continuos problemas de desempleo y estancamiento económico. Culpando de las altas y persistentes tasas de desempleo al “capitalismo neoliberal” en vez de al capitalismo per se, los defensores de la economía keynesiana tienden a perder de vista las causas estructurales o sistémicas del desempleo: la tendencia secular y/o sistémica de la producción capitalista a reemplazar continuamente la fuerza de trabajo por máquinas y, por tanto, a generar una masa considerable de desempleados, o un “ejército industrial de reserva”, en palabras de Marx.

Bajo el capitalismo, tal y como lo explicó Marx, las leyes fundamentales de la oferta y la demanda de trabajo se ven fuertemente afectadas por la capacidad del mercado para producir de manera regular un ejército obrero de reserva, o “sobrepoblación”. Este ejército de reserva es por tanto tan importante para la producción capitalista como lo es el ejército obrero activo (o realmente empleado). Así como para un buen uso del agua es importantísimo realizar ajustes periódicos y oportunos del nivel de un embalse de riego, para la rentabilidad capitalista resulta decisiva la existencia de una cantidad “apropiada” de desempleados:

Durante los períodos de estancamiento y de prosperidad media, el ejército industrial de reserva o sobrepoblación relativa ejerce presión sobre el ejército obrero activo, y pone coto a sus exigencias durante los períodos de sobreproducción y de paroxismo. La sobrepoblación relativa, pues, es el trasfondo sobre el que se mueve la ley de la oferta y la demanda de trabajo. Comprime el campo de acción de esta ley dentro de los límites que convienen de manera absoluta al ansia de explotación y el afán de poder del capital.

En la era de la globalización de la producción y el empleo, el ejército industrial de reserva ha sobrepasado las fronteras nacionales. Según un reciente estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre 1980 y 2007 la fuerza de trabajo mundial creció un 63%. El estudio demuestra además que, debido a la urbanización y/o desruralización, la proporción del ejército obrero activo es menor del 50%, es decir, más de la mitad de la fuerza de trabajo mundial está desempleada.

Es precisamente esta enorme y disponible masa de desempleados, junto con la relativa facilidad de deslocalización de la producción a cualquier lugar del mundo —no las “malas intenciones de los republicanos o los malvados neoliberales”, como manifiestan muchos keynesianos— lo que ha obligado a la clase trabajadora a someterse, sobre todo en los países capitalistas centrales: aceptando los brutales planes de austeridad que suponen recortes de salarios y prestaciones, despidos y acoso sindical, empleos a tiempo parcial y eventuales, y similares.

Esto explica también porqué siguen sonando huecas las continuas llamadas keynesianas de los últimos años que proponen paquetes de estímulos de tipo keynesiano para poner fin a la recesión y paliar el desempleo. Bajo las nuevas condiciones de producción, que ha pasado de lo nacional o lo global, y en ausencia de la abrumadora presión política de los trabajadores y otras organizaciones de base, simplemente no se pueden volver a poner en práctica las recetas del doctor Keynes, las cuales fueron emitidas bajo condiciones socioeconómicas radicalmente diferentes, bajo circunstancias o marcos nacionales, no internacionales o mundiales.

Teóricamente, la estrategia keynesiana del “círculo virtuoso” de altas tasas de crecimiento y empleo es a la vez sencilla y razonable: el aumento del gasto público en un momento de grave crisis económica haría crecer el empleo y los salarios, aumentaría el poder de compra de la economía, lo que a su vez incentivaría a los productores a crecer y contratar, aumentando así el empleo, los salarios, la demanda, la oferta… hasta el infinito. Pero aunque la estrategia suene relativamente sencilla y bastante razonable, adolece de una serie de fallos.

Para empezar, asume implícitamente que los empleadores y quienes diseñan las políticas públicas están interesados de verdad en lograr el pleno empleo, pero por alguna razón no saben cómo alcanzar este objetivo. La consecución del pleno empleo, sin embargo, puede no ser el ideal o el nivel óptimo de beneficios para la producción capitalista, lo que significa que quizá no sea el objetivo real de los empresarios y/o responsables de políticas públicas. Como se mencionó anteriormente, para la rentabilidad capitalista es tan esencial que haya una considerable cantidad de desempleados como que exista el número de trabajadores necesarios para producir. En su afán de mantener los costes laborales tan bajos como sea posible, perpetuando una clase trabajadora dócil, el capitalismo tiende a menudo a preferir elevadas tasas de desempleo y bajos salarios a un bajo nivel de desempleo y elevados salarios.

Esto explica porqué, por ejemplo, el mercado de valores a menudo tiende a incrementarse cuando los informes señalan un aumento del desempleo, y viceversa. También explica porqué, aprovechando el largo (y persistente) ciclo recesionista, las empresas dominantes/los responsables de políticas públicas de los países centrales capitalistas se han embarcado en un programa de austeridad sin precedentes con medidas para reducir el sector público y el gasto correspondiente, cuyo objetivo principal es debilitar la fuerza de trabajo y disminuir su coste.

En segundo lugar, el argumento keynesiano que sostiene que el “círculo virtuoso” de índices de empleo, salarios y crecimiento elevados resultaría relativamente sencillo de alcanzar si no fuera por las “malas” políticas del neoliberalismo y la oposición de los empleadores, se basa en la suposición de que los empleadores/productores ignoran su propio interés. Según este argumento, si fueran conscientes de las ventajas de los “salarios Ford” podrían ayudarse a sí mismos y ayudar a los trabajadores, y contribuir al crecimiento económico y la prosperidad de todos. La visión sobre este asunto del conocido profesor liberal (y ex Secretario de Trabajo durante la primera administración de Clinton) Robert Reich ejemplifica el razonamiento keynesiano:

Durante la mayor parte del último siglo, el acuerdo básico que constituía el núcleo de la economía estadounidense era que los empleadores pagaran a sus trabajadores lo suficiente para que pudieran comprar lo que las empresas estadounidenses vendían. […] Ese compromiso generó un ciclo virtuoso de mayor nivel de vida, más puestos de trabajo y mejores salarios. […] El acuerdo básico ya no es válido. […] En estos momentos los beneficios empresariales son elevados en gran medida porque los salarios son bajos y las empresas no están contratando. Pero se trata de una apuesta perdedora a largo plazo, incluso para las empresas. Sin suficientes consumidores estadounidenses sus días rentables están contados. Después de todo, existe un límite en el beneficio que pueden extraer recortando las nóminas.

Existen dos problemas fundamentales con este argumento. El primero es que asume (implícitamente) que los productores estadounidenses dependen de los trabajadores del país no solo como trabajadores sino también para que les compren sus productos, como si fuera una economía cerrada. Sin embargo, la realidad es que los productores estadounidenses dependen cada vez menos de la fuerza de trabajo doméstica, ni como trabajadores ni como consumidores, pues continuamente están ampliando sus mercados de producción y venta en el extranjero: “Tanto en el lado de la oferta [empleo] como en el de la demanda, el trabajador/consumidor estadounidense tiene un papel cada vez más secundario”.

El segundo problema radica en que los salarios y los beneficios son categorías a nivel micro o de empresa, establecidas por empleadores individuales o directores de empresa, no por los estrategas a nivel macro o nacional de la demanda agregada (como ocurre en una economía de planificación centralizada). Los productores individuales (grandes y pequeños) ven los salarios y las prestaciones, en primer lugar, como un coste de producción que debe ser minimizado a toda costa; y solo de forma secundaria, o nunca, como parte de la demanda agregada nacional que puede contribuir (indirectamente) a la venta de sus productos.

Marx caracterizó la disposición y la capacidad del capitalismo para crear una gran masa de desempleados (con el fin de conseguir una clase trabajadora mayoritariamente pobre y dócil) como “pauperización” y sumisión de la fuerza de trabajo; un mecanismo incorporado que resulta esencial para la “ley general” de la acumulación capitalista:

De esto se sigue que a medida que se acumula el capital empeora la situación del obrero, sea cual fuere su remuneración. La ley, finalmente, que mantiene un equilibrio constante entre la sobrepoblación relativa o ejército industrial de reserva y el volumen e intensidad de la acumulación, encadena el obrero al capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefestos aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce una acumulación de miseria proporcional a la acumulación de capital. La acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto, esto es, donde se halla la clase que produce su propio producto como capital.

Conclusión
La teoría marxista del desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación de los niveles de desempleo prolongados más sólida que la visión keynesiana, que atribuye la plaga del desempleo a las “equivocadas” o “malas” políticas neoliberales. Igualmente, la teoría marxista de los salarios de miseria o subsistencia ofrece una explicación más convincente de cómo y porqué esos bajísimos niveles salariales y el predominio generalizado de la pobreza en todo el país pueden ir acompañados de grandes beneficios empresariales y/o el crecimiento de los mercados de valores, que la que brinda la percepción keynesiana, según la cual para que se produzca un ciclo económico expansionista son necesarios niveles salariales elevados.

Además, y quizá sea lo más importante, la idea marxista de que los programas de protección económica significativos y duraderos solo pueden llevarse a cabo con la presión de las masas — y siendo coordinada globalmente — ofrece una solución mucho más lógica y prometedora al problema de las dificultades económicas de la abrumadora mayoría de la población mundial que los paquetes de estímulos keynesianos a nivel nacional, puramente académicos y esencialmente apolíticos. No importa lo alto, lo mucho o lo apasionadamente que los keynesianos de buen corazón supliquen empleos y nuevos programas de reformas del tipo New Deal, sus peticiones para aplicar tales programas van a ser ignoradas por los gobiernos que han sido elegidos y son controlados por poderosos intereses financieros. El principal fallo de las recetas keynesianas de gestión de la demanda es que consisten en una serie de propuestas populistas carentes de política de clase, es decir, de los mecanismos políticos que serían necesarios para llevarlas a cabo. Solamente con la movilización de las masas trabajadoras (y otras organizaciones de base) y luchando, en vez de suplicando, por una parte equitativa de lo que es verdaderamente el producto de su trabajo, puede la mayoría trabajadora alcanzar la seguridad económica y la dignidad humana.


3 de mayo de 2016

SÓLO LA UNIDAD DE CLASE DERROTARÁ A LA REPRESIÓN

Por Marat

En los últimos dos años posiblemente se esté hablando en España de la represión y del recorte de libertades de expresión, opinión y manifestación tanto o más que en el conjunto de los últimos 40 años desde el inicio de la transición política.

Y hay razones sobradas para ello. El encarcelamiento de personas por expresar por escrito, en protestas en la calle o mediante manifestaciones artísticas sus puntos de vista sobre la realidad en la que viven o su disidencia frente a lo que consideran injusto, ha hecho de España un país desmovilizado, acobardado y amenazado con cárcel y multas que sus receptores no puedan pagar.

Una combinación de violencia policial, judicial y legislativa (nuevo Código Penal y Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana) amedrenta la voluntad de resistir ante el atropello al que cotidianamente se ven sometidos los más débiles.

Y sin embargo, y ante esta evidencia, nunca se ha mentido, manipulado, ni ocultado tanto las razones de las que nace ese diluvio represivo.

Para los vendedores de “ilusión democrática”, según la cuál el Estado es un aparato neutro al que manejar a voluntad y en sentidos muy diferentes según el partido que haya ganado unas elecciones, el vendaval antidemocrático proviene de que el Partido Popular es muy autoritario y de que pretende imponer una política de recortes sociales que, en opinión de los sostenedores de tal teoría, la sufren unas víctimas muy genérica: “la gente”, “las clases medias”, “los ciudadanos”, su expresión favorita. Lo cierto es que gobierne quien gobierne, mientras lo haga sin romper la legalidad del sistema político vigente, la clase trabajadora ha de mantener la lucha por sus derechos.

Vivimos inmersos en una crisis capitalista de la que las grandes corporaciones que dominan la economía, el mundo del trabajo y nuestras vidas son incapaces de salir, si no es mediante la transferencia de ingentes cantidades de rentas del trabajo al capital, a través de la privatización de lo público, de la brutal reducción de los salarios y costes laborales en general.

Desde la crisis del 29 del pasado siglo jamás se había efectuado una agresión tan salvaje contra las conquistas históricas de la clase trabajadora y en esa agresión el Estado capitalista no es neutral, como pretenden hacernos creer los minirreformistas vendedores de crecepelo para calvos.

El Estado jamas fue un órgano neutral por encima de las clases sociales ni conciliador de los intereses antagónicos entre unos y otros estratos sociales. Representa de un modo férreo a la clase constituida en dominante mediante su poder económico. Quienes lo gobiernan en representación de dicha clase y el reformismo que aspira a sustituir a los habituales gobernantes de dicho aparato, sin cuestionar y ni siquiera intentar confrontar dicha naturaleza de clase capitalista, admiten que éste sea el brazo necesario para la represión de cualquier intento de la clase trabajadora de ejercer resistencias a su sacrificio en esta crisis.

La combinación de policía (reprimiendo), jueces (condenando), legislativo (nuevo Código Penal, Ley Orgánica de Protección del Derecho a la Seguridad Ciudadana), medios de comunicación (creando estados de opinión criminalizadores de las luchas de la clase trabajadora) y una ideología de superioridad de la idea de segurdad (versión moderna del “orden público” franquista) que se asienta en una “doctrina del derecho penal del enemigo”, pretenden instaurar un cordón sanitario frente a la lucha obrera. El objetivo no es otro que el de disuadir en primer término, mediante una combinación de mecanismos coactivos y coercitivos, y reprimir, cuando es necesario (y lo es de forma habitual para los gobiernos del capital) cualquier disidencia de clase.

Se entiende así que el Estado capitalista haga cierta la expresión del pensador liberal Max Weber que afirmaba que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia.” (“La política como vocación”)

Sin salirnos del pensamiento jurídico-político liberal podríamos reprochar a Max Weber y a tantos liberales de su especie su “confusión” intencionada entre “legalidad” y “legitimidad”, ya que la “fuente del derecho” a la que alude es la del derecho positivo (de normas jurídicas escritas por el órgano del Estado que ejerza la función legislativa) y no la del “derecho natural” (Rousseau), que sería fuente de “legimidad”, en tanto que se asienta en un derecho de tipo moral. Ello hasta el punto de que un acto puede ser legal pero no legítimo y viceversa. En la dualidad legitimidad/ilegitimidad se fundamenta tanto la razón como la sinrazón ontológicas del ejercicio del gobierno.

En cualquier caso, la clave del pensamiento y la acción principal del Estado capitalista es la conservación de la llamada “paz social” en base a la previsión (ideología dominante, coacción, legislación disuasoria,…) y a la reacción cuando siente que los privilegios de la clase a la que representa son amenazados o siquiera contestados más allá de la vacuidad de las palabras.

Si el Estado capitalista se arroga, por un lado, la voluntad y la legalidad, que no la legitimidad del monopolio de la violencia, necesita, por otro, negar que ejerza otras formas de violencia como la explotación laboral, la pobreza a la que condena a amplias capas de la población, el terrorismo empresarial que legaliza o el imperio del “derecho” al pago de la deuda bancaria por encima del que corresponde a una vivienda digna, por citar sólo algunos ejemplos.

En paralelo, la oposición a su dominación de clase, el Estado la considera violencia casi equiparable a la terrorista. Así un corte de vías férreas o de carreteras en una protesta sindical, la ocupación de locales de la patronal por trabajadores, un piquete informativo que, si no es en parte coactivo, no es piquete sino grupo informe de pusilánimes, la cobertura fotográfica de la violencia policial en una manifestación o una frase un poco más subida de tono de lo normal en redes sociales es violencia “ilegal” para quien detenta más que ostenta el pretendido Estado de derecho de una dictadura de clase.

Desde Alfon, encarcelado en régimen FIES, con periódicos castigos, hasta Andrés Bódalo, dirigente del SAT también encarcelado, pasando por Raúl Capín al que le ha caído una multa absolutamente brutal en su condición de persona con limitados recursos o Esther Quintana, que perdió un ojo por una pelota de goma de los mossos d´esquadra en la huelga general del 14 de noviembre 2012, toda la artillería legal, legislativa y policial del Estado, además de la de su Brunete mediática va destinada a destruir la capacidad y voluntad de rebeldía de la clase trabajadora.

Los sindicatos del régimen, CCOO y UGT, dan la cifra de 300 sindicalistas encausados para los que se llega a pedir hasta 125 años de cárcel. Previsiblemente son muchos más, dado que estos sindicatos no destacan por su solidaridad con el sindicalismo alternativo ni con los militantes comunistas, anarquistas y revolucionarios condenados o amenazados por peticiones de cárcel y otras sanciones por luchar en defensa de la clase trabajadora.

La situación del SAT refleja unos 700.000 euros en multas, unas 637 personas imputadas y unas peticiones de condenas de prisión que suman 437 años de cárcel.

Sobre los 8 de Airbús, finalmente no condenados por su participación en la huelga general de 2010, pendían penas de cárcel por alrededor de 70 años, penas que CCOO y UGT, sindicatos a los que estaban afiliados los encausados, pretendían negociar con el gobierno del PP bajo la mesa, llegando a acariciar incluso la idea de un indulto, lo que hubiera significado un reconocimiento de culpa por parte de los afectados, cosa que estos tuvieron la dignidad de no admitir.

Por fortuna, la presión desde las bases de estos sindicatos sobre sus cúpulas y la solidaridad internacional impidieron tal ignominia y lograron su sobreseimiento.

En este contexto de represión, no selectiva sino masiva que amenaza al movimiento obrero, sus organizaciones sindicales, políticas y sociales, se hace cada día más evidente la desproporción de fuerzas entre el Estado capitalista y la clase trabajadora. Los dos años largos de desmovilización social y el escuálido 1º de Mayo último dan prueba de ello.

En el aspecto concreto que nos ocupa en este texto, es llamativa también la diferencia entre los encausados por ejercer una faceta explícita de la lucha de clases y los finalmente absueltos de las acusaciones de delito que recaían/recaen sobre ellos

Más allá de la capacidad de presión resultante de las distintas solidaridades que afectan a cada uno de los amenazados con multas, prisión o denuncia por los daños físicos y morales ejercidos por los aparatos represores del Estado capitalista, lo cierto es que al producirse el apoyo a las víctimas de los atropellos del poder de clase de forma fragmentada, dividida en ocasiones en plataformas ajenas unas a otras y en campañas muy individualizadas, la posibilidad de derrota en la defensa de las libertades colectivas e individuales de quienes se rebelan contra el atropello del capital y sus instituciones está garantizada. Sólo la unidad de nuestra clase, la trabajadora, puede nivelar, la fuerza que se ejerce desde el otro lado y posibilitar el éxito.

Es cierto que cada procesado, cada represaliado, cada violentado policialmente en una manifestación, cada trabajador@ pres@ por luchar en defensa de sus derechos necesita el calor solidario, que su caso no sea olvidado dentro de una causa más general. Pero la respuesta a esa cuestión debiera ser una dinámica de defensa de toda la clase castigada, porque nos someten a todos en cada uno de los que son sancionados, golpeados, enmudecidos y penados y que, a su vez, haga de cada caso una denuncia, un ejemplo de dignidad, un abrazo de todos los que luchan junto a él.

Por otro lado, el sectarismo de quienes menosprecian o ignoran a otros combatientes de nuestra clase porque considerar que sus posiciones son “demasiado radicales”, la parcialidad de quienes se ocupan sólo de sus militantes obreros, ha producido un daño enorme en esa necesidad de unidad y coincidencia de objetivos en lo que se refiere al derecho a la disidencia de clase. Es un enorme error que están pagando no sólo cada uno de los represaliados sino l@s trabajador@s en su conjunto, que ven en cada reprimido un motivo disuasorio para su protesta. Sobre nuestra división en la defensa de nuestros derechos a la palabra y la batalla cabalgan las leyes represoras, los policías excitados en su violencia, los jueces y fiscales feroces en sus condenas, los medios de desinformación del capital, la indiferencia de much@s trabajador@s ante el dolor que experimentan los de su mismo estado de explotación y de opresión, aún cuando no sean conscientes de sus cadenas.

Por otro lado, habrá quienes quieran difuminar el carácter de clase del Estado burgués y su vejación contra la clase que le es antagónica bajo la idea genérica de una denuncia del recorte de las libertades y de opresión, como si en los últimos años de la crisis capitalista la represión no hubiera aumentado exponencialmente y como si el carácter del Estado policía se debiera sólo o principalmente a su condición de moderno “Leviatán” burocrático.

Esta tesis, que hunde sus raíces en la vieja desconfianza liberal hacia el Estado (teoría del Estado mínimo), y que hoy ha sido recogida por el minarquismo (libertarianos), precisamente porque comprende muy bien la naturaleza de clase del Estado y prefiere que no interfiera en sus negocios (sociedad civil), ha mutado en ambientes libertarios no sindicalistas, en sectores del nuevo reformismo indignado y, por supuesto, desde hace muchos años en el viejo reformismo de matriz socialdemócrata, hoy social-liberal.

Al desconectar estos enfoques políticos de la naturaleza de clase del Estado se cae en un concepto meramente ciudadanista de defensa de las libertades, lo que no es otra cosa que una visión “idealista” de las mismas, olvidando su carácter instrumental (para difundir ideas, expresar la disidencia, luchar por derechos concretos, defenderse de la explotación y la opresión,...).

La realidad es que en las etapas de crisis capitalista es cuando su Estado refuerza especialmente cárceles, leyes represoras, aparatos policiales,...independientemente de que pueda mantenerlos activos en etapas de expansión económica. Pero lo decisivo en estas últimas no es tanto lo opresivo como el fomento del consentimiento y del consenso (a través de los aparatos ideológicos) y el contrato social (mediante políticas, en el pasado, de cierta redistribución social que impulsaban al mercado).

Por tanto, sea de modo intencionado (casi siempre, y desde un discurso de clase media, negador de los antagonismos de clase, que no necesariamente ha producido dicha clase pero que sí ha comprado a los think-tanks de la oligarquía mundial), sea de un modo irreflexivo, mantener la tesis de una defensa de las libertades ajena a la cuestión de clase y a las prácticas de las políticas antiobreras es lisa y llanamente complicidad con él capital.

No se trata de negar que los recortes a las libertades y la represión se estén expandiendo a ámbitos no directamente ligados a la lucha de clases pero escamotear que la clave se encuentra aquí y en la naturaleza clasista del Estado es sencillamente mentir. Las reivindicaciones puramente democráticas tienen su razón de ser pero si se emplean como arma luz de gas pequeñoburguesa para tapar la cualidad clasista de la violencia del Estado estamos ante realidades que no deben solaparse.

De ahí que, centrada la cuestión, en la condición de clase del Estado, en su papel de policía, juez, consejo de administración de la burguesía y propagandista de sus valores, sea necesario vincular el incremento brutal de la represión con la agudización de la lucha de clases y con las políticas contra la clase trabajadora de aquél.

Diluir estas cuestiones en plataformas contra la Ley Mordaza en genérico, es sencillamente claudicar desde un oportunismo zafio, echarse en brazos del reformismo procapitalista más abyecto, derrotarse el movimiento obrero y sus organizaciones sindicales, políticas y de todo tipo a sí mismos y caer en una especie de pseudoradicalismo estéril de origen burgués de corto éxito y recorrido. Su fracaso se deberá no sólo a la menor capacidad organizativa de este tipo de entes sino sobre todo a que, al ocultar las razones reales -la desigualdad que genera el capitalismo y sus leyes- de la protesta que es aherrojada, se autoexcluye de la solidaridad y compromiso necesarios a todos los que sufren en sus propias carnes dicha desigualdad y que no se sentirían representados por proclamas “prodemocráticas” más o menos justas pero que no conectan con las necesidades más tangibles que afectan a sus vidas.

En resumen, es necesario reorientar la lucha antirrepresiva en varios sentidos:
  • Hacia una posición de clase, que proclame que la represión expresa un nivel concreto de la lucha de clases y que el Estado en sus dimensiones policial, legislativa y jurídica responde a los intereses de la clase dominante.
  • Hacia una superación de la división en la lucha de las organizaciones del movimiento obrero por la defensa de todos y cada uno de sus militantes sindicales y políticos a las puertas de ser procesados o ya condenados. La consigna de marchar separados es justificable en términos de estrategia y de niveles de enfrentamiento/acuerdo con el capital pero jamás en la defensa de cada uno y todos los militantes obreros perseguidos y encausados.
  • Hacia la consideración de “represaliados y presos políticos” de los militantes obreros que sufren las consecuencias de la violencia del Estado capitalista porque éste es un órgano político que ejerce su monopolio de la misma a partir de criterios puramente políticos.
Ello no supone en absoluto negar la utilidad y la necesidad de las plataformas concretas de apoyo a militantes obreros específicos pero sí superar la cultura de la división y el sectarismo, especialmente por parte de quienes, desde una pretendida posición de “mayoritarios”, desprecian la lucha de otras organizaciones, trabajar en red, compartir objetivos comunes, realizar campañas globales en defensa de todos los que sufren la represión por defender a la clase trabajadora y, muy importante, dedicar personas y militantes concretos a la creación de ese clima de cooperación y al logro de dichos objetivos. Eso o acabar como los dos conejos de la fábula de Tomás de Iriarte, que discutían si los que les perseguían eran galgos o podencos.

En esta disputa,
llegando los perros
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.”