3 de mayo de 2016

LAS LESIONES NO TAN OCULTAS DE CLASE

Max Castro. Cubadebate

Los norteamericanos hoy en día están viviendo su vida a un ritmo no visto en tres décadas. Hay una epidemia de suicidios en curso en Estados Unidos y la gran pregunta es porqué.

La noticia proviene de un nuevo estudio del gobierno realizado por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud. Los datos cubren el período de 1999 a 2014.

El New York Times publicó un extenso informe acerca de la investigación, en su edición del 22 de abril de 2016, que informa acerca de los aspectos más destacados del estudio y cita las hipótesis de varios expertos que han profundizado en las causas del aumento en las cifras de suicidios.

Antes de hablar de esas teorías, permítanme señalar algunas de las conclusiones más destacadas del estudio:

Las tasas de suicidio en Estados Unidos aumentaron 24 por ciento entre 1999 y 2014.

El incremento se produjo en casi todos los grupos demográficos con dos excepciones, hombres negros y personas de 75 años de edad y mayores.

Se observó un fuerte aumento en las tasas de suicidio entre los grupos que históricamente han tenido tasas muy bajas. Esto incluye a mujeres de mediana edad (45-64), cuyas tasas de suicidio aumentaron en 63 por ciento. En el otro rango del espectro de edad, el suicidio de las niñas entre 10 y14 años aumentó tres veces durante el período del estudio.

Los grupos que históricamente han tenido altos índices de suicidio también experimentaron un aumento, aunque algo menor que en los grupos con tasas tradicionalmente bajas. Por ejemplo, el incremento de suicidios entre hombres de 45 a 64 fue del 43 por ciento, un veinte por ciento más bajo que entre las mujeres de la misma edad. Aún así, hoy en día la tasa de suicidio masculino en esa categoría de edad es 3,6 veces mayor que entre las mujeres.

El aumento en el suicidio no puede ser explicado por el crecimiento de la población, ya que las tasas son de suicidio por cada 100 000 habitantes. Sin embargo, los números en bruto sí transmiten una idea de la magnitud del problema. En 1999, en Estados Unidos 29 199 personas se quitaron la vida. En 2014, la cifra fue de 42, 773.

Antes de que yo los insensibilice a ustedes con cifras, vamos a centrarnos en las explicaciones ofrecidas por los expertos consultados por el New York Times, seguidas de mi propio análisis.

Kathleen Hempstead, asesora principal de la Fundación Robert Wood Johnson, “ha identificado una relación entre el aumento de las tasas de suicidio y el aumento de la angustia acerca del empleo y las finanzas entre las personas de mediana edad”. Investigadores anónimos citados por el Times, “que revisaron el estudio… presentaron un cuadro de desesperación para muchos en la sociedad norteamericana”. Y Robert Putnam, profesor de política pública en la Universidad de Harvard, dijo: “Esto es parte del patrón emergente mayor de la evidencia de los vínculos entre pobreza, desesperanza y salud”.

Existe evidencia empírica para la elaboración de esta conexión. El Times cita el trabajo de Alex Crosby, epidemiólogo de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, que ha estado estudiando la correlación entre la economía y el suicidio durante casi cien años. Crosby señala que la tasa más alta de suicidio fue registrada en 1932, el punto más bajo en el peor colapso económico de la historia norteamericana. La tasa de 1932 fue un 70 por ciento más alto de lo que es hoy en día. Eso no es sorprendente, ya que la Gran Depresión fue mucho peor y prolongada que la crisis económica de 2008. Por otra parte, Crosby encontró “un patrón coherente…; cuando la economía empeoró aumentaron los suicidios, y cuando mejoró descendieron”.

Este análisis es bueno hasta cierto punto, pero hay una pieza que falta; la forma en que la ganancia de la recuperación económica se distribuye entre la población. La ola de prosperidad que siguió a la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial fue ampliamente compartida relativamente. La clase media se expandió de manera enorme y los trabajadores manuales fueron capaces de tener cosas tales como una casa y un auto, privilegios antes disfrutados sólo por las clases media y alta.

Los beneficios económicos de las décadas más recientes no han sido ampliamente distribuidos. De hecho, el ingreso promedio de los norteamericanos hoy en día, en términos reales, es más bajo que en 1999. La mayor parte del crecimiento económico ha sido capturado por los ricos. Este fue el caso antes de la Gran Recesión de 2008 y después del inicio de la débil recuperación que siguió. No es de extrañar, por tanto, que las tasas de suicidio no hayan disminuido en los últimos años. De hecho, el aumento se aceleró entre 2010 y 2014.

Por supuesto, la economía no es el único determinante de las tasas de suicidio. Uno de los primeros trabajos de la sociología empírica, “Suicidio”, por el sociólogo francés del siglo 19 Emile Durkheim, arrojó que en los países con fuerte solidaridad social el suicidio era menor que en los lugares que tenían una cultura más individualista.

La explicación es sencilla. Las personas que pueden contar con fuertes lazos sociales que brindan apoyo emocional y económico son menos propensas a experimentar las más bajas profundidades de la desesperación que los individuos aislados. Tales personas son también menos propensas a enmarcar sus problemas en términos de fracaso individual y más en relación con las fuerzas sociales y económicas más generales, una interpretación que no afecta a una parte de su autoestima.

Nada en el análisis clásico del suicidio por parte de Durkheim contradice el enfoque de analistas contemporáneos acerca del factor económico. La solidaridad puede amortiguar los peores efectos de la miseria económica en el cuerpo y la psiquis. Pero aún así las privaciones cobran su cuota. Y la solidaridad es un bien escaso en la sociedad norteamericana –la palabra está prácticamente ausente del vocabulario común– como dan fe libros tan innovadores de la década de 1950 –de La muchedumbre solitaria (Riesman) – al pasado reciente –Jugando bolos solo (Putnam).

Por otra parte, la economía neoliberal de “perro come perro”, de las últimas décadas, ha significado que el estado ha optado por no hacer nada –o hacer cosas que lo empeoran todo– frente a los brutales choques económicos y la alucinante desigualdad económica característica del capitalismo norteamericano y mundial en el presente siglo. La creciente ola de muerte autoinfligida es sólo un daño colateral de la política económica que hemos estado siguiendo.

El suicidio no es la única cuestión de vida o muerte en torno a la cual las lesiones de clase se ven tan en claro como el cristal. Para dar sólo un ejemplo revelador. El hombre norteamericano promedio en el uno por ciento superior de los ingresos puede tener una esperanza de vida de 87 años. Un hombre con un ingreso de $30 000 al año muere con nueve años menos como promedio. El dinero afecta la posibilidad de vida, desde la cuna hasta la tumba. La ironía es que esta diferencia de mortalidad significa que el hombre rico puede acogerse a la seguridad social, un programa diseñado para ayudar en la vejez, durante nueve años adicionales, a personas de escasos recursos.

Allá por 1972, Richard Sennett y Robet Cobb pudieron escribir un libro titulado Las lesiones ocultas de clase. Hoy en día, como muestran las tendencias suicidas, las lesiones de clase apenas se ocultan. Son heridas abiertas que desmienten todas las pretensiones de un Sueño Norteamericano o de una Gran Sociedad.

2 de mayo de 2016

“PLAN B DE VAROUFAKIS” Y CONTRADICCIONES DEL DINERO

Rolando Astarita. rolandoastarita.wordpress.com

Una de las creencias más difundidas en la izquierda de corte socialdemócrata o stalinista es que las reformas monetarias pueden brindar soluciones a los problemas de la economía capitalista y evitar los padecimientos que generan a las masas populares. La idea, por ejemplo, de que Grecia pueda salir de la crisis abandonando el euro y volviendo a su moneda, es representativa de esa tesis. En otras notas hemos explicado que esa medida no evitaría la devaluación de la eventual nueva dracma, esto es, la caída de salarios y condiciones de vida de las masas populares.

Sin embargo, existen versiones más sofisticadas de soluciones monetarias reformistas. Un ejemplo es el “plan B” para Grecia, que en su momento elaboró el ex ministro Yanis Varoufakis como alternativa al acuerdo que impuso la Comunidad Europea. Según lo revelado por la prensa, Varoufakis propuso que si el Banco Central Europeo cerraba el suministro de euros a los bancos griegos, el Banco de Grecia debería imprimir pagarés, que se hubieran asignado a los ciudadanos y empresas, de manera que el Estado pudiera utilizarlos para transferencias digitales. El primer ministro Tsipras admitió enseguida que el plan existió, pero aclaró que el mismo no implicaba abandonar el euro y que solo fue concebido para el caso en que se agravaran los problemas de liquidez. Se plantea entonces la cuestión (sugerida en “Comentarios” de este blog) de si puede haber una moneda puramente virtual; y si su creación puede ser una salida a las dificultades griegas.

En esta nota argumento por qué la respuesta a ambas cuestiones es negativa. E que la imposibilidad de que haya una moneda griega sin referencia, o desconectada, del euro o el dólar, deriva del concepto marxiano de dinero, y de las contradicciones que son inherentes al equivalente. La primera parte de la nota está dedicada a este problema (para un desarrollo más completo, ver aquí y aquí). Y a partir de este argumento se puede entender por qué los problemas de fondo de las economías capitalistas no pueden eliminarse con reformas monetarias, por más imaginativas que sean. En definitiva, el enfoque marxista polemiza con la larga tradición de economistas “heterodoxos” que pretenden curar los males sociales reformando la moneda. Dada su extensión, he dividido la nota en partes.

Encarnación de valor y medio de circulación, unidad y diferencia
El problema fundamental que plantea la creación de un sistema monetario basado en pagarés pasa por la validación última del medio por el cual esas promesas de pago pudieran saldarse y, en un sentido más amplio, por la relación que ese eventual medio de pago mantendría con las monedas internacionales, el euro y el dólar, que fungen como reservas de valor y medios de pago internacionales. Dicho de otra manera, en el mejor de los casos, la creación de pagarés hubiera dado liquidez al sistema; pero no hubiera suprimido la necesidad de respaldo último del valor de esos pagarés. Incluso pareciera que el propio Varoufakis, fue consciente de ello, al sostener que su “plan B” no pasaba por salir del euro (de lo contrario, significaba volver a la dracma, esto es, aceptar la devaluación lisa y llana de la moneda griega).

Sin embargo, si se mantenía a Grecia en el euro, las eventuales promesas de pago deberían estar nominadas en euros (o en alguna unidad de cuenta sólida, como el dólar). Y en ese caso, ¿cómo se podría impedir que la liquidación de deudas no se exigiese en euros (o en dólares)? Pero también, y de manera inevitable, el euro (o el dólar) seguiría constituyendo reserva de valor. Por otra parte, el euro (o el dólar) sería imprescindible para mantener las importaciones, ya que a nivel internacional no habría manera de que Grecia pudiera saldar sus cuentas con pagarés. Por eso, la cuestión de fondo es que no se puede escindir al sistema monetario en dos sistemas, uno conformado por promesas de pago que circulan, y otro basado en el euro, para sostener las funciones de reserva de valor, medio de pago, reserva de valor y medio internacional. La autonomización del dinero en tanto medio de circulación siempre es relativa, porque nunca el equivalente puede dejar de cumplir las otras funciones. Una cuestión que también se relaciona con la imposibilidad de que en la sociedad capitalista exista una moneda puramente nacional. Aunque no lo podemos desarrollar aquí, dejemos apuntado que esta es una cuestión crucial que atraviesa los programas keynesianos de regulación nacional del capital, y remite, en última instancia, a la idea de que el dinero es una creación pura del Estado (concepción cartalista, a la que adhería Keynes y adhieren los poskeynesianos).

Por otra parte, la imposibilidad de autonomización plena del circulante remite a una contradicción que es inherente a la naturaleza y la función del equivalente. Es que por un lado, el dinero es encarnación de valor, y como tal, tiene la función de ser medida del valor, reserva y medio de pago. En este sentido, aunque el dinero esté conformado por signos de valor, estos deben referenciarse a un activo que en sí mismo encarne valor. Por esta razón, las monedas internacionales –dólar o euro- tienen su referencia última en el oro (ver aquí, aquí y aquí para una discusión actual). Y las monedas nacionales se referencian, a su vez, en las monedas internacionales.

Sin embargo, en tanto funciona como medio de circulación, el dinero es flujo (currency), ya que está cambiando de manos constantemente. Y en ese mundo de la circulación surge la posibilidad de reemplazar primero al metal por signos del metal (billetes de curso forzoso), que adquieren una creciente autonomía; y en un segundo momento los billetes son reemplazados por promesas de pago, esto es, por créditos que se monetizan. O sea, cumplen la función del dinero como medio de circulación; son ejemplos el cheque, el pagaré, la tarjeta de crédito o la letra de cambio. En tanto estas promesas se cancelen, todo parece funcionar a las maravillas, y de ahí la creencia de que los múltiples “dineros” pueden ser creados ex nihilo, ser simples promesas.

Pero la circulación no suprime el hecho de que el dinero debe encarnar valor. En términos de la dialéctica, el momento de la identidad no desaparece, aun en la diferencia de los muchos “dineros” que circulan. Lo cual se manifiesta al momento de la cancelación de deudas, o en la función del dinero como reserva de valor (¿quién acumula valor atesorando tarjetas de crédito, pagarés o cheques post datados?); y más aún, en su relación con el dinero mundial. En otro trabajo, escribía sobre la cuestión: “En lo que respecta al dinero en su función de medio de pago, a la hora del settlement (pago) es necesario de nuevo que exista dinero “cantante y sonante”, líquido. (…) … al momento de cancelar no hay posibilidad de sustitutos porque es necesario el aquietamiento, la fijación del valor, volver a la encarnación y a la identidad:

“… la función del dinero como medio de pago implica la contradicción de que, por una parte, en la medida en que se compensan los pagos, sólo obra idealmente como medida, mientras que por la otra, en tanto el pago deba efectuarse realmente, entra en la circulación no como medio de circulación evanescente, sino como existencia en reposo del equivalente general, como la mercancía absoluta, en una palabra, como dinero. Por eso, cuando se han desarrollado la cadena de pagos y un sistema artificial de compensación de los mismos, en caso de conmociones que interrumpen violentamente el flujo de los pagos y perturban el mecanismo de su compensación, el dinero se transforma súbitamente de su imagen nebulosa y quimérica como medida de valores, en dinero contante o sonante, o medio de pago” (Marx, Contribución de la Crítica de la Economía Política, Siglo XXI, p. 136; énfasis agregado).

La contradicción entre la identidad y la diferencia se manifiesta aquí en toda su fuerza. Se pasa de golpe del dinero como medida ideal al dinero efectivo: “… el dinero reaparece súbitamente, no como mediador de la circulación, sino como única riqueza, exactamente del mismo modo como la concibe el atesorador” (ídem). Así por ejemplo en el movimiento de cheques se aceptan las transferencias de depósitos, que son en última instancia pasivos de los bancos. Pero se aceptan en tanto existe confianza en que en cualquier momento ese pasivo se puede convertir en dinero efectivo, en cash. Por eso cuando cunde la desconfianza en que el banco pueda devolver los depósitos lo único que cuenta para el depositante es el dinero singularizado en billetes tangibles, reales, con existencia real”

El equivalente en las economías atrasadas
Las limitaciones que tiene un sistema monetario autonomizado como simple promesa de pago se intensifican al tratarse de un país atrasado y dependiente. Al respecto, en Valor, mercado mundial y globalización, y después de señalar que la moneda nacional tiene un rol de equivalente parcial, planteaba que “la legitimidad como equivalentes de las monedas nacionales es puesta periódicamente entre signos de interrogación, en especial cuando se trata de equivalentes vinculados a ámbitos de valor sustentados en un bajo desarrollo de las fuerzas productivas. Esto explica que las monedas nacionales actúen como encarnación de valor en la medida en que están respaldadas por monedas ‘fuertes’, y en particular por la moneda que actúa como moneda internacional. Por eso, si bien la validación de los trabajos privados se realiza reduciendo las mercancías al equivalente nacional, este a su vez tiene que estar respaldado por la moneda mundial. (…) Las reservas internacionales constituyen el activo financiero de respaldo último de la base monetaria nacional; una moneda nacional respaldada exclusivamente en el crédito interno (títulos públicos) estaría sujeta al cuestionamiento y a crisis de confianza que harían imposible la acción de la ley del valor. En última instancia, cuando sucede esto, la moneda nacional es reemplazada por la moneda mundial, primero en sus funciones de reserva de valor y atesoramiento, luego como medio de pago y finalmente como medio de cambio”.

Keynes y la propuesta de Gesell
Lo planteado hasta aquí permite examinar críticamente la creencia, bastante generalizada entre economistas heterodoxos y políticos reformistas, de que los problemas del capitalismo podrían solucionarse mediante manipulaciones monetarias. Una idea popular entre los economistas que consideran que los males del capitalismo tienen por causa las propiedades del dinero.

Un ejemplo paradigmático de esta concepción fue Silvio Gesell, citado extensa y aprobatoriamente por Keynes en la Teoría general. Gesell pensaba que si se reducía la tasa de interés se eliminarían los frenos para el crecimiento del “capital real”. Por eso proponía una reforma monetaria consistente en que el dinero perdiera valor en la medida en que no circulase. Y para efectivizar la idea, sugería un sistema de sellado mensual de los billetes, con lo cual eliminaría la prima por la liquidez del dinero. De hecho, su propuesta implicaba instalar una economía capitalista que funcionara según la ley de Say -a una venta le sigue la correspondiente compra, ya que el dinero no se atesora-, pero convirtiendo a toda mercancía en dinero.

Se entiende entonces por qué Keynes estaba de acuerdo con Gesell. Es que, según Keynes, los problemas de la economía capitalista podrían superarse si el dinero perdía la característica que lo distinguiría del resto de los bienes, a saber, su alta prima de liquidez y su bajo costo de mantenimiento (dadas sus elasticidades de producción y sustitución iguales a cero). Estas propiedades especiales impedían que la tasa de interés bajara por debajo de la eficiencia marginal del capital, e hiciera rentable las inversiones. De manera que si el dinero era gravado con un costo por mantenerlo inactivo, siempre según Keynes, se superaría la falla del mercado que impedía el pleno empleo. Por eso, con la reforma monetaria propuesta por Gesell, se eliminaría la posibilidad misma de las crisis, manteniendo el sistema capitalista. De alguna forma la idea era lograr una economía no monetaria sin alterar la propiedad privada de los medios de producción.

Posiblemente por esta razón el proyecto de Gesell atrajo muchos seguidores, como registra Keynes: “Gesell, atrayendo hacia sí el fervor semireligioso que antes había rodeado a Henry George, vino a ser el profeta reverenciado de un culto con muchos miles de seguidores en todo el mundo. El primer congreso internacional de los Freiland-Freigeld Bund (Liga Tierra Libre Dinero Libre) suizos y alemanes y de las organizaciones similares de muchos países se celebró en Basilea en 1923”. Sin embargo, Gesell no es el único ejemplo. Uno, mucho más cercano, fue la propuesta, durante la crisis argentina de 2001-2002, de desarrollar mercados de trueque, esto es, sin dinero. Alguna gente pensó seriamente que esos mercados representaban, embrionariamente, una alternativa al capitalismo.

La propuesta de Gray y la crítica de Marx
Otro caso histórico de plan de reforma monetaria fue el que proponía el ricardiano John Gray. Gray sostenía que para remediar los males del capitalismo no era necesaria una nueva organización del trabajo, sino una nueva organización monetaria. Por eso propuso, después de la revolución parisina de febrero de 1848, una reorganización del intercambio. Se trataba, en esencia, de reemplazar el dinero por bonos que representaran x tiempo de trabajo, y que serían emitidos por un banco central. Este calcularía el tiempo de trabajo que insume la producción de las mercancías, y los productores recibirían los bonos-trabajo, que vendrían a ser asignaciones sobre los productos. Gray pensaba que de esta manera no habría problemas de venta (o sea, de realización del valor), y que los metales preciosos pasarían a tener el mismo rol que cualquier otra mercancía. Así, toda mercancía sería directamente dinero, y los tiempos de trabajo contenidos en las mercancías podrían ser inmediatamente sociales, como sucedería en una sociedad comunista. Aunque sin modificar las relaciones de propiedad capitalistas que subyacen a la existencia del mercado y del dinero. En palabras de Marx, Gray pensaba entonces que los productos debían ser producidos como mercancías, pero no intercambiados como mercancías.

El problema fundamental del planteo de Gray –y que se repetiría en Proudhon- era desconocer que el dinero no es un objeto, sino una relación social, de la misma manera que lo es cualquier otra relación económica (por ejemplo, la división del trabajo). Y si el dinero es una relación, no puede ser un elemento separado del resto. Es que al ser una relación significa que “es un eslabón, y como tal está íntimamente ligado a toda la cadena de las relaciones económicas” (Miseria de la filosofía; véase también Contribución a la crítica de la Economía Política). Por lo tanto, sigue la crítica de Marx, había que reconocer que esa relación corresponde a un modo de producción determinado. Por eso también, no puede separarse el dinero “del conjunto del modo de producción actual, para hacer de él luego el primer miembro de una serie imaginaria, de una serie que se desea hallar” (ídem).

La clave del fracaso de las reformas monetarias al estilo Gray está precisamente en esta cuestión: se busca una solución ingeniosa haciendo abstracción del conjunto de la relación social en la que está inmerso el dinero que se quiere reemplazar por una construcción imaginaria. Lo mismo se aplica a la reforma de Gesell: en tanto exista la propiedad privada y el mercado, es imposible que no haya un equivalente que sea encarnación de valor. Pero si esto es así, el equivalente nunca podrá ser sólo medio de circulación; necesariamente cumplirá las funciones de reserva de valor y medio de pago. Y entonces nos instalamos de nuevo en la contradicción que hemos tratado en la primera parte de esta nota. Por eso, en última instancia, reformas monetarias “a lo Varoufakis” están condenadas. No es posible cambiar el todo a partir de la manipulación de un elemento que está condicionado y vinculado orgánicamente al todo. Las fantasías del reformismo utópico burgués, o pequeño burgués, tienen este límite infranqueable. En este punto es interesante destacar que incluso Keynes pensaba que, aunque una reforma como la propuesta por Gesell sería deseable, una economía de mercado no podía prescindir del dinero.

La reforma de Darimon y la crítica de Marx
Los proudhonianos continuaron la idea de Gray. En este respecto, es interesante la crítica que dirige Marx a la reforma monetaria que había ideado Alfred Darimon, seguidor de Proudhon, en las primeras páginas de Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857-1858.

Darimon proponía reformas en el Banco de Francia para eliminar las crisis comerciales periódicas. Sostenía que durante las crisis, y ante la caída de las reservas de metal, el Banco de Francia acostumbraba subir los tipos de interés, lo que profundizaba las crisis. Darimon planteaba entonces eliminar la convertibilidad de los billetes de banco, y cualquier otra asignación reembolsable en oro y en plata (como los depósitos). De esta manera, el oro y la plata serían mercancías como las otras o, más precisamente, todas las mercancías pasarían a ser medios de cambio con el mismo rango que el oro y la plata. Pensaba que de esta manera el Banco de Francia podría tener un control absoluto del crédito. Puede verse que, en esencia, se trata del mismo objetivo de Gesell o Gray.

La crítica de Marx arranca señalando un error aparentemente técnico: Darimon pensaba que entre la cantidad de metal en reserva y los medios de circulación, representados por la cartera de títulos en manos del Banco, había una relación inversa. Según Darimon, el Banco recibía documentos que se presentaban para retirar el metal, de manera que cuando aumentaban los primeros, disminuía el segundo, y viceversa. Marx demuestra que estadísticamente esto no se verificaba, y explica que la razón de la discrepancia residía en que Darimon no tomaba en cuenta la circulación de billetes de banco, ni los depósitos. Por eso, podía suceder que las reservas bajaran menos que lo que subía la cartera de títulos por el simple hecho de que una parte de los billetes emitidos para efectuar descuentos hubiera seguido circulando y no hubiese sido convertida en metal; o también porque los billetes emitidos hubiesen vuelto a entrar como depósitos. De manera que la relación entre títulos y reserva de metal estaba lejos de ser lineal.

Pero más importante, Marx explica que el Banco de Francia no podía escapar a la ley económica, y a las constricciones derivadas de la producción y la situación de la economía en general. Por ejemplo, en la base de la crisis francesa de 1855, en Francia había estado el déficit en dos de las más importantes ramas de la producción, la seda y el trigo; además, había habido especulaciones capitalistas en el exterior, y gastos improductivos causados por la guerra en Oriente. Este déficit no se podía remediar creando signos monetarios; ni el Banco de Francia tenía el poder para arreglar el problema.

Para verlo con un ejemplo sencillo: un comerciante de trigo presentaba documentos al Banco para su descuento; obtenía billetes y los convertía en oro del Banco; con el oro compraba trigo en el exterior, con el trigo obtenía dinero del público francés, y con ese dinero levantaba los documentos depositados en el Banco. ¿Cómo podía el Banco escapar a esta ley económica? ¿Cómo podía no elevar los intereses cuando las condiciones del crédito se endurecían? Pero Darimon pensaba que suprimiendo la convertibilidad, se solucionaban los problemas. Era una ilusión. Para entender por qué, supongamos que el Banco de Francia pasaba a descontar documentos contra billetes que no podían ser convertidos en oro, como proponía Darimon. Los billetes entonces serían asignaciones directas sobre los productos de la nación. Aunque Marx no presenta este argumento, surge una pregunta primera: ¿Cómo se podía importar trigo (y si había déficit de producción de trigo, la importación era inevitable) si esos billetes sin respaldo no eran aceptados por los capitalistas productores de trigo en el exterior?

Supongamos sin embargo que fueran aceptados; dado que se trataba de asignaciones sobre los productos franceses, dice Marx, subirían los precios de estos productos. Lo cual implica que el Banco habría desvalorizado los títulos, sin que hubiera aumento de la riqueza nacional. Pero más importante todavía, aun con inconvertibilidad el valor de los billetes emitidos se establecería, de todas forma, y de hecho, en los mercados del oro y la plata. “Para los billetes no convertibles la convertibilidad no se comprueba en la caja del banco, sino en el cambio cotidiano entre el papel moneda y la moneda metálica de la que aquella lleva el título” (Grundrisse, p. 57, t. 1).

De nuevo, las relaciones sociales
En el planteo de Marx subyace la idea que vertebra su crítica al utopismo reformista burgués, a saber: que la ley económica no se puede desconocer en tanto esa ley tiene su raíz en las relaciones sociales de producción y de cambio. Por eso señala, en polémica con las ideas de Darimon, que el Banco de Francia no podía escapar a la “ley económica universal” que dice que cuando aumenta la demanda de crédito, y escasea la oferta de dinero, aumenta la tasa de interés. No había manera de alterar esta cuestión, de la misma manera que el Banco no podía controlar la masa de los medios de circulación. Por eso señala que Darimon hacía “de su personal fe supersticiosa en el control absoluto del mercado y del crédito por parte del banco, un punto de partida” (Grundrisse, p. 48, t. 1). Es la misma fe supersticiosa que encontramos al día de hoy, una y otra vez, en las más diversos reformadores “heterodoxos”. Irónicamente, la ortodoxia monetarista también piensa que la masa de circulante puede ser administrada a voluntad por la autoridad monetaria.

La crítica de Marx entonces da vuelta por completo a la idea –tan común por estos tiempos entre la heterodoxia kirchnerista, y similares- de que “la política controla a la economía”. Es que en la economía mercantil capitalista la política no puede escapar de los rigores de la ley del mercado. Por esta razón, lo monetario no puede abstraerse de la totalidad social en la que existe. Es lo que afirma Marx, en forma de una pregunta que bien puede interpretarse como retórica: “¿Es posible revolucionar las relaciones de producción existentes, y las relaciones de distribución a ellas correspondientes, mediante una transformación del instrumento de circulación, es decir, transformando la organización de la circulación? Además, ¿es posible emprender una transformación tal de la circulación sin afectar las actuales relaciones de producción y las relaciones sociales que reposan sobre ellas?” (Grundrisse, p. 45, t. 1). Agregaba que las reformas que pretendían realizar malabarismos en materia de circulación trataban de evitar, por un lado, el carácter violento de las transformaciones, y por el otro, “hacer de estas transformaciones mismas no un supuesto, sino viceversa, un resultado gradual de la transformación de la circulación” (ídem). Ninguna de esas reformas monetarias puede “suprimir las contradicciones inherentes a la relación dinero” (p. 46, ídem). Naturalmente, el ultra prudente “plan B” del reformista Varufakis, no escapa a las generales de la ley.

En resumen, la clave de la crítica marxista al socialismo burgués o pequeño burgués es entender el sencillo hecho de que la forma de producción material, y el intercambio que corresponde a ese modo de producción, constituyen las circunstancias objetivas con las que cada individuo y generación se encuentran como algo dado, y son el fundamento de su actividad política. Esto es así, tanto si se quiere reformar lo existente, o revolucionarlo. Una cuestión que “prácticamente” le fue recordada, hace poco, a Syriza y a sus apologistas desparramados por el mundo (ver aquí)